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Caballo de Troya J. J. Benítez habitantes de Betfagé y Betania querían ofrecer al rabí, había tenido ocasión de verle en el jardín. Cuando me disponía a salir de la casa, la «señora» me recordó que yo también había sido invitado y que, si así lo consideraba, ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había asignado. Yo sabía muy bien que en aquella cena iba a producirse un acontecimiento «especial». Lo que no podía imaginar entonces era la gravísima repercusión que entrañaría para el Maestro... La hacienda de Simón, el hombre más rico e importante de Betania desde la muerte del padre de Lázaro, se levantaba a escasa distancia y también en el núcleo oriental de la población. La única diferencia sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso jardín cuajado de cipreses, algarrobos y palmeras- perfectamente cercado por un muro de piedra de dos metros de altura. En Jerusalén, excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban prohibidos. Aquella norma, en cambio, no obligaba a las restantes ciudades. Simón, fervoroso creyente y seguidor del Cristo, era, además, un enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya avanzada ancianidad entre sus rosas, gálbanos, luminosos y perfumados estoraques de flores blancas, jaras y los curiosos tragacantos, de c uyas ramas y troncos fluye una preciada goma blanquecina, altamente medicinal. A las puertas de la hacienda se apiñaba una silenciosa muchedumbre, a la espera de poder ver al Maestro. Como si se tratase de un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús permanecían apostados junto al portón, con las espadas ocultas por la faja y el manto controlando las entradas y salidas de los amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos autorizados a traspasar el umbral. No tuve el menor problema para cruzar ante los hombres del Galileo. Mi amistad para con Lázaro y el oportuno gesto de Jesús, saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que me ganara las simpatías y confianza de los apóstoles. Al verme, uno de los discípulos -Judas de Santiago, gemelo del otro Alfeo- me preguntó si buscaba a alguien en particular. Le dije que a Jesús y se brindó encantado para acompañarme. Al traspasar la puerta principal me encontré ante el cuidado y dilatado jardín. Un estrecho camino, adoquinado con piedras blancas (caliza, sin duda), nos condujo en línea recta hasta la explanada abierta al pie mismo de la escalinata de mármol que daba acceso a la casa. No fue necesario que Judas me señalara a su Maestro. El gigante se hallaba rodeado de una decena de niños, ¡jugando! Aquel espectáculo me fascinó de tal forma que, en silencio, casi de puntillas, rodeé la pequeña explanada, sentándome en los primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí, absorto, disfrutando como los pequeños. Jesús se había desembarazado de su manto. Su espléndida túnica blanca aparecía esta vez ceñida por un cordón. Entre la algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y rotunda como aquella luminosa mañana. En verdad, lo que más me emocionó fue comprobar cómo aquel hombre hecho y derecho -capaz de desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a los muertos- saltaba, corría o caía por los suelos, entregado por completo a las exigencias de aquella gente menuda. Algunas mujeres se asomaban disimuladamente por el atrio, contemplando la escena y escabulléndose a continuación entre risas mal contenidas. Uno de aquellos juegos era especialmente curioso. El Galileo se situaba de espaldas al grupo de niños y lanzaba un palitroque hacia atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la chiquillería. Los muchachos se disputaban la posesión del palo hasta que uno de ellos generalmente el que más saltaba- se hacía con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto corrían en todas direcciones mientras el «propietario» del «testigo» se esforzaba por perseguir v tocar con el palo a cualquiera de los jugadores. No era casualidad que todos los niños pretendieran «cazar» al rabí. Pero éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos, esquivándolos y burlándolos entre los árboles y arbustos. No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá una o dos horas... Súbitamente me asaltó un presentimiento. O mucho me equivocaba o aquellos iban a ser los últimos juegos de Jesús de Nazaret. 86