Caballo de Troya
J. J. Benítez
Ante el regocijo general, María -siempre en silencio- se aproximó a Jesús, estampándole dos
sonoros besos en las mejillas.
Poco a poco, sin embargo, el tono alegre y desenfadado de aquella comida fue decayendo,
por obra y gracia de algunos de los hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban
seriamente preocupados por la dirección que iban a tomar los próximos pasos de su Maestro y
que ellos, sin lugar a dudas, ignoraban totalmente. No tardó en surgir el asunto de la orden de
captura de Jesús por parte del sumo sacerdote y las medidas que debían adoptarse para
salvaguardar la seguridad del rabí, en primer lugar, y del resto del grupo al mismo tiempo.
Uno de los más fogosos y radicales era un discípulo de barba encanecida y bigote rasurado,
prácticamente calvo y de ojos claros. Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso.
Aquel hombre de rostro acribillado por las arrugas -yo estimé que era uno de los de más edad
(quizá rondase los 40 o 45 años)- no era partidario de la entrada en Jerusalén1. Temía,
lógicamente, por la vida del rabí y trató, por todos los medios a su alcance, de convencer al
grupo de lo peligroso del empeño.
Jesús asistió impasible y serio a toda la discusión. Dejaba hablar a unos y otros, sin
pronunciar palabra. Hasta que en un momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su
voz grave. Y dirigiéndose al apóstol de los ojos azules, sentenció:
- Pedro, ¿es que aún no has comprendido que ningún profeta es recibido en su pueblo y que
ningún médico cura a los que le conocen?...
Después, fijando aquellos ojos de halcón en los míos, añadió:
Si la carne ha sido hecha a causa del espíritu, es una maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a
causa del cuerpo, es la maravilla de las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo esta
gran riqueza se ha instalado en esta pobreza?
Un silencio denso quedó flotando en la estancia. Y el Maestro, levantándose, se retiró a
descansar.
Aquella noche, y las siguientes, los discípulos -temerosos de todo y de todos- montaron
guardia por parejas a las puertas de la casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como
Pedro, su hermano Andrés, Simón, llamado «el Zelotes» y los sorprendentes hermanos gemelos
Judas y Santiago de Alfeo, iban armados con unas espadas cortas, prácticamente idénticas a los
gladius de los legionarios romanos: la conocida gladius Hispanicus o espada española, como la
definió Polibio. Eran unas armas de sesenta a setenta centímetros de longitud, de hoja ancha y
doble filo, con una punta que las hacía temibles
Los discípulos de Jesús procuraban esconderías bajo los mantos
-generalmente en el costado derecho- y dentro de una vaina de madera.
Jesús no ignoraba que algunos de sus más cercanos seguidores llevaban armas. Sin
embargo, salvo en el triste momento de su captura en la noche del jueves, en la finca de
Getsemaní, jamás les hizo mención o reproche alguno.
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DE ABRI, SÁBADO
A diferencia de las restantes jornadas, aquel amanecer del sábado no fui despertado por el
rumor de la molienda del grano. La aldea parecía dormida, extrañamente silenciosa. Los
hebreos -amos, sirvientes e, incluso, sus animales de carga- paralizaban prácticamente la vida,
a partir de lo que ellos denominaban la vigilia del sábado; es decir, desde el crepúsculo del
viernes. La Ley prohibía todos los trabajos mayores, los grandes desplazamientos, hacer el
1
Simón Pedro encajaba también en el tipo «pícnico» que cita Kretschmer: cara ancha, blanda y redondeada. Su
rostro, visto de frente, recordaba un escudo. Su frente era amplia, conservando algo de pelo en las zonas temporales.
Sin embargo, Pedro no presentaba una excesiva obesidad. Su caja torácica, así como los hombros y brazos, eran
fuertes y musculosos, muy propios de una vida consagrada al rudo trabajo de la pesca.
En lo que si coincidía con la clasificación de Kretschmer era en su temperamento «ciclotímico»: abierto, espontáneo,
de amistad rápida y con grandes oscilaciones en su estado de humor. Por su gran capacidad de sintonización afectiva
era fácil de contagiar de la alegría o de la tristeza. Y tuve oportunidades sobradas para confirmarlo. En suma: Pedro era
muy sociable y bien aceptado por el resto del grupo. (N. del m.)
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