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Caballo de Troya J. J. Benítez primer momento me mantuve prudentemente al amor de la chimenea. Pero Lázaro insistió y me vi obligado a compartir con ellos las abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres, frutos secos y vino. Me sorprendió comprobar que en ninguna de las comidas se probaba el agua. Esta era sustituida habitualmente por vino. Antes de iniciar la tardía «cena», el Maestro y las catorce o quince personas que compartían los alimentos se pusieron en pie, entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque permanecí lógicamente en silencio. Al terminar, Marta -en una de las presurosas idas y venidasme explicó que aquel himno, titulado Oye, Israel, era en realidad una oración. Me sorprendió ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas y acusadas diferencias con los doctores de la ley, respetaba las viejas costumbres de su pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro había hecho gala durante toda la tarde de un contagioso sentido del humor, riendo y haciendo bromas por cualquier cosa. Aquél iba a ser -al menos en los días que precedieron al jueves, 6 de abril- otro de los aspectos que me sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de esa imagen grave, atormentada y lejana que se deduce al leer muchos de los libros del siglo XX!... Jesús de Nazaret era una mezcla de niño y general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de hombre que vive al día y de prudente consejero. Pero, sobre todo, se le notaba feliz. Mucho más alegre y despreocupado que sus propios discípulos y amigos, visiblemente alterados por las amenazas del sumo sacerdote. Acto seguido, Jesús -que presidía la mesa junto a Lázaro- se hizo cargo de una de las hogazas de pan y, según su costumbre, lo troceó y distribuyó entre los comensales. Apenas si habíamos comenzado cuando, de pronto, el Maestro se dirigió a uno de los hombres del grupo. Al llamarlo por su nombre, el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas Iscariote! El discípulo se levantó lentamente y, aproximándose al rabí, le entregó algo. Después regresó a su puesto. Permanecí como hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y larguirucho, de algo más de 1,70 metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz aguileña destacaba sobre una piel pálida, casi macilenta, dándole el clásico «perfil de pájaro» que yo había estudiado en la clasificación tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra se hubiera sentido muy satisfecho al saber que su definición del «tipo leptosomático» coincidía de lleno, en este caso, con el temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido, reservado, poco sociable y hasta esquinado. La verdad es que conforme fui conociendo el carácter de este hombre, me percaté que se trataba en realidad de un gran tímido que no había tenido oportunidad de desarrollar su inmenso caudal afectivo.) Su cabello negro, fino y abundante, contrastaba con su rostro prácticamente imberbe. Al aproximarse a Jesús noté que su túnica, en lugar del simple cordón o ceñidor, iba sujeta por la cintura con una hagorah o faja oscura, de la que había extraído aquella pequeña bolsa de cuero. Al parecer, por lo que pude ir verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para guardar el dinero o pequeños objetos, amén de las armas. Judas portaba una pequeña espada, sujeta en su costado derecho. En aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho singular: al igual que el Iscariote, otros discípulos ocultaban también sendas espadas bajo sus mantos y hagorahs. El rabí rogó