Caballo de Troya
J. J. Benítez
aquellas caras endurecidas, sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores,
era sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y bronceada.
Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco
metros, levantó repentinamente su rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego
me recorrió las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las
personas que habían empezado a sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas
empezaron a temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí...
Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo -ligeramente rasgados y de un vivo color
de miel- tenían una virtud singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que
observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo.
La frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No
pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño respeto.
Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió,
al tiempo que me guiñaba un ojo.
Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no
pude. Estaba confuso y aturdido, emocionado...
Sé bien venido.
Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad
y afecto en su voz que necesité mucho tiempo para reaccionar.
El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total.
Algunos de los discípulos rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo.
El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado
expresamente desde Tiro para conocer a Jesús.»
Yo permanecí inmóvil -como petrificado- tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede
ser -me repetía una y otra vez-. Es imposible que haya adivinado... ¿Cómo puede?...»
Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado
de mí -por qué iban a hacerlo- ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio
había medio centenar de personas. A muchos los conocía -eso estaba claro-, pero a otros no.
Este era mi caso y, sin embargo, había caminado hasta mí...
Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser
con un poder especial podría haber actuado así.
Para qué voy a mentir. El resto de la tarde fue para mí como un relámpago que rasga los
cielos de Oriente a Occidente. Apenas si me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera
conmigo, lavó los pies del Nazareno y que los frotó con mirra. Recuerdo vagamente -entre
saludos constantes- cómo Jesús salió de la casa, acompañado por Lázaro y un nutrido grupo.
Marta me informaría después que las habitaciones de la hacienda estaban totalmente ocupadas
por los amigos y familiares que habían ido acudiendo hasta Betania y que -de común acuerdo
con Simón, un anciano incondicional del Maestro y viejo amigo de la familia- Jesús pernoctaría
en la casa de este antiguo leproso.
Al principio, muchos de los habitantes de Betania y de los peregrinos llegados hasta la aldea
discutieron entre sí, creyendo que el rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén,
como desafío al decreto de prendimiento que había promulgado el Sanedrín. Pero se
equivocaban. Jesús y su gente se dispusieron a pasar la noche en la casa de Simón, así como
en otros hogares de amigos y parientes de la familia de Lázaro. Todos -esa es la verdadhicieron lo posible para que el Maestro se sintiera feliz durante su estancia en la pequeña
población.
Según Marta, Simón había querido agasajar convenientemente a Jesús y había anunciado un
gran banquete para el día siguiente, sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya
que -de acuerdo con las estrictas prescripciones de la ley judía- el día sagrado para los hebreos
comenzaba precisamente con el crepúsculo del día anterior.
Durante el resto de la jornada, el Maestro de Galilea recibió a infinidad de amigos y
visitantes, departiendo con todos.
Al anochecer, Jesús regresó a la casa de Lázaro y allí, en compañía de sus íntimos y de la
familia del resucitado, repuso fuerzas, mostrándose de un humor excelente.
Lázaro me rogó que les acompañara. Los hombres tomaron asiento en torno a la gran mesa
rectangular del «comedor» y las mujeres -dirigidas por Marta- comenzaron a servir. En un
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