Caballo de Troya
J. J. Benítez
En silencio inspeccioné el cierre de la boca de la cueva. Se trataba de una losa
perfectamente labrada, de un metro escaso de diámetro y apenas treinta centímetros de
grosor. Aquella piedra, muy semejante a las muelas de molino, constituía el cierre de una
entrada que, a juzgar por las dimensiones, era bastante angosta. El frente de la peña, en una
superficie de dos metros -a partir del suelo- por otros tres de ancho, había sido esculpido a
manera de fachada y revocado en blanco.
Yo sabía que retirar la losa constituía una falta de respeto hacia los muertos. Así que, sin
hacer comentario alguno, olvidé aquel impulso que me llevaba a pedirle a la hermana de Lázaro
que me permitiera desplazar la roca. Por otra parte, lo más probable es que, aunque Marta
hubiera accedido, ni ella ni yo juntos hubiéramos sido capaces de mover aquellos trescientos o
quinientos kilos que debía pesar el cierre.
Minutos después salía del jardín, tomando una de las veredas que corría en dirección oeste y
que, según la «señora», me llevaría al encuentro de su hermano.
La temperatura a aquellas horas de la mañana era todavía fresca: «diez grados centígrados
y un moderado viento del norte de diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el
cilómetro especial de la «cuna» --en base a un haz de luz láser- había detectado una barrera de
nubes tormentosas (cumulonimbus) de unos trescientos kilómetros de longitud, que se
levantaba a seis mil pies sobre el perfil de la costa fenicio-israelita. De momento, estas
amenazantes nubes de desarrollo vertical parecían frenadas en su avance hacia Jerusalén por
una corriente de aire frío procedente del norte.
«No hay que descartar, sin embargo -me anunció mi compañero-, que puedan cambiar las
condiciones y que en 24 o 48 horas se registren lluvias sobre nuestra área.»
Me arropé en la «chlamys» y proseguí por el tortuoso camino, entre los ondulantes campos
de cebada. Algunos campesinos habían iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos
con la mano derecha y con la otra los cortaban a escasa distancia de la base de las espigas. Las
hoces consistían en pequeñas hojas curvadas de hierro, sólidamente engastadas con remaches
a una empuñadura de madera. La trilla se realizaba en una era próxima al camino. Las mujeres
cargaban los haces, esparciéndolos sobre el suelo. Después separaban el grano de la paja, bien
a mano o con la ayuda de los bueyes. En este último caso -el más frecuente, según pude
comprobar- los animales pisaban la cebada. Después, los hombres pasaban el trillo por encima,
tirado por estos mismos bueyes. Los más comunes estaban construidos con una tabla plana en
cuya cara inferior habían sido incrustados pequeños trozos de pedernal. Otros eran simples
rodillos, también de madera.
En una segunda operación, las mujeres aventaban la paja, cerniendo el grano y guardándolo
finalmente en sacos. Varios asnos y algunos carros se encargaban del transporte de los mismos
hasta la aldea, donde era trasvasado a silos o grandes tinajas de barro como la que había visto
en la casa de Lázaro.
No tardé en encontrar al resucitado y a sus obreros. Lázaro se alegró al verme pero rechazó
de plano mi idea de ayudarles en las labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo
dialéctico cuando algunos de los servidores llamaron nuestra atención. Procedente de la aldea
se acercaba un jinete.
Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin
hacer el menor comentario, soltó el sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera
hacia la vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un
instante después volvía a montar, alejándose hacia Betania. El resucitado hizo señales para que
me acercara. Al llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.
-¡Viene el Maestro! -me soltó a bocajarro, con una alegría incontenible-. Al fin podrás
conocerlo... Vamos, tenemos mucho qué hacer.
-Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? -comencé a preguntarle atropelladamente, mientras
trataba de seguirle. Pero Lázaro no me respondió.
Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio centenar de metros de ventaja. A
pesar de su aparente debilidad, corría como un gato salvaje.
Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había alterado a la familia y amigos.
Marta, sobre todo, corría de un lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a
Lázaro, confirmándole la buena nueva:
-¡Viene!... ¡Viene Jesús!...
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