Caballo de Troya
J. J. Benítez
Tras un rápido aseo, establecí contacto con la «cuna», pero Eliseo tampoco supo darme
información al respecto.
Intrigado, descendí las escaleras de piedra que conducían hasta el patio central de la
hacienda. Al llegar a las pilastras, aquel irritante ronroneo creció. Noté que partía de la estancia
donde había permanecido buena parte de la tarde anterior y hacia allí me encaminé. El fuego
del hogar se elevaba vigoroso sobre unos leños recién depositados en el fondo de la chimenea.
Al pie del murete circular del fogón, Marta y una de las sirvientas procedían con ímpetu a la
molienda del trigo, sobre una piedra muy parecida a las que yo había visto la mañana anterior,
en mi descenso por la cara sur del monte de los Olivos. A diferencia de aquéllas, este triturador
era negro y muy pulimentado. Al acercarme a las mujeres y saludarías comprobé que se
trataba de una piedra basáltica de casi medio metro de longitud y treinta centímetros de
anchura muy desgastada por su parte superior como consecuencia de la diaria y vigorosa
fricción. En un instante, mis dudas se disiparon. Ya partir de aquel día, aprendí a identificar el
cotidiano despertar de Betania y de la propia Jerusalén con aquel sonido obligado y
generalizado en todas las casas -poderosas y humildes- de la molienda del grano. Como me
contaron los ancianos de la aldea de Lázaro, si algún día se dejaba de oír el rumor de la muela,
convirtiendo el trigo en harina, es que la ruina y la desolación -como había escrito Jeremíashabían llegado a Israel.
Por supuesto, no había sido el primero en levantarme. Desde mucho antes del amanecer, las
mujeres de la casa se afanaban ya en las tareas domésticas. Mientras Marta se encargaba de la
compra del pan en el horno comunal de la aldea, María y otras jovencitas acarreaban el agua y
terminaban de adecentar la hacienda. Los hombres, por su parte, ultimaban los preparativos
para el duro trabajo en los campos. El padre de Lázaro -rico hacendado- había dejado a sus
hijos la tierra suficiente como para vivir sin estrecheces, permitiendo holgadamente en cada
cosecha que los pobres pudieran recoger una de las esquinas de sus campos, tal y como
ordenaban los viejos preceptos1.
Cuando entré en el salón-comedor, la diligente e incansable Marta preparaba la harina para
cocer unas pequeñas tortas sin levadura. Al verme se incorporó, rogándome excusase a su
hermano. Lázaro había tenido que acompañar a sus operarios hasta uno de los campos
próximos, donde se venía trabajando en lo que llamaban la «siembra tardía»; es decir, el
cultivo de productos como el mijo, sésamo, lentejas, melones, etc., y que debían plantarse
necesariamente entre enero y marzo.
Antes de que pudiera reaccionar, Marta me suplicó que me sentara a la mesa. En un abrir y
cerrar de ojos situó ante mí un ancho cuenco de madera sobre el que vertió leche caliente.
Siempre en silencio, mientras su compañera seguía triturando el grano, cortó varias rebanadas
de una hogaza de pan moreno que posiblemente pesaría más de tres libras. Dos generosas
porciones de queso y miel completaron mi desayuno.
Desde la hora tercia (las nueve de la mañana, aproximadamente), grupos de peregrinos
procedentes de Galilea, de la Perea, viejos conocidos de la familia, parientes de Jerusalén y
muchos curiosos, habían ido llegando hasta las puertas de la casa de Lázaro. Como casi todos
los días, aquellos hebreos habían aprovechado su obligada presencia en la ciudad santa para
«distraerse» viendo y escuchando al resucitado. Al verlos sentados en el jardín e invadiendo,
incluso, el atrio y el patio central, sentí una cierta rabia. ¿Es que Lázaro no se daba cuenta que
la mayoría de aquellos individuos sólo buscaban un motivo para el comadreo?
Comprendí que el paciente amigo de Jesús hubiera preferido quitarse de en medio...
Al consultar a Marta sobre el camino que debía seguir para encontrar a su hermano, la
«señora» abandonó gentilmente sus quehaceres y me rogó que la siguiera a través del
espacioso huerto situado a espaldas de la casa y en el que se alineaban numerosos árboles
frutales. Apenas si habíamos caminado trescientos pasos cuando, al desembocar en una
pequeña explanada, me detuve sobresaltado. Frente a mí se levantaba una enorme peña de
caliza blanda. Al pie de aquella mole grisácea, salpicada en algunas de sus grietas superiores
por los nidos de barro de las &