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Caballo de Troya J. J. Benítez Los planes del Sanedrín terminaron por filtrarse y el amigo de Jesús fue puntualmente informado. Esta dramática situación había sumido a la familia de Betania en una permanente angustia. Ahora empezaba a comprender su natural desconfianza cuando, pocas horas antes, yo había solicitado entrevistarme con Lázaro... Quizá, en mi opinión, otro de los graves errores del Sanedrín fue no detener primero al resucitado. Al comprobar que Jesús había desaparecido, los sacerdotes olvidaron temporalmente a Lázaro y dieron órdenes expresas a Yojanán ben Gudgeda, portero jefe, así como al resto de los levitas o policías al servicio del templo, para que, en el caso de que el Nazareno hiciera acto de presencia, fuera capturado de inmediato. Uno de los comentarios más extendido en aquellos días previos a la celebración de la Pascua -y que yo había tenido ocasión de escuchar desde mi llegada a Betania- era precisamente si el Nazareno tendría el suficiente coraje como para acudir a Jerusalén y celebrar, como cada año, los sagrados ritos. Este rumor popular había desquiciado a los sacerdotes, hasta el extremo de trasladar el «problema Lázaro» a un segundo plano. Así discurrió mi primer encuentro con el amigo amado de Jesús, interrumpido finalmente por la entrada en la sala de Marta. En una bandeja de madera me ofreció un refrigerio, que agradecí nuevamente con todo mi corazón. Después del relato de los hebreos que me acompañaban, mi admiración por la «señora» había crecido sensiblemente. Y supongo que ella, con su gran intuición femenina, debió notarlo. Al entregarme la comida, Marta bajó los ojos, sonrojándose. -Te ruego, hermano Jasón -habló Lázaro- que tengas a bien aceptar este humilde alimento. Sabemos que lo necesitas. Y te suplico igualmente que te consideres en tu casa. Esta noche, y cuantas precises, éste será tu techo... Traté de disuadirle, pero fue inútil. Lázaro y sus amigos habían descubierto que -en verdadmi actitud era limpia y noble. Las emociones del día me habían abierto el apetito y, ante la mirada complacida de mis nuevos amigos, no tardé en dar buena cuenta del grano tostado, de los higos secos, los dátiles, miel y del cuenco de leche de cabra que formaron mi cena. Bien entrada la noche, el propio Lázaro me condujo hasta una de las estancias del piso super ior. En ella había sido dispuesto un catre de los llamados «de tijera», con un lecho de tela y cuerdas entrelazadas. El armazón de la cama había sido construido a base de dos largueros de madera de pino, cada uno sólidamente amarrado a dos patas que se cruzaban en forma de aspa y que no levantaban más de cuarenta centímetros del suelo. Por todo mobiliario, el reducido dormitorio rectangular (de 1,80 X 2,50 metros) presentaba un arcón de sólida madera de acacia (la misma que debió de servir para construir la legendaria arca de la alianza) de un metro de altura. Sobre él, Marta había colocado mis sandalias, pulcramente lavadas; una jofaina, una jarra de metal con agua, un lienzo y un pequeño ramo de romero de fragantes flores azuladas. Sobre la cabecera del lecho, colgando de la blanca pared y a corta altura del piso de ladrillo rojo, alumbraba una sencilla lamparilla de aceite con forma de concha. Al cerrar la puerta y quedarme solo me asomé a la estrecha tronera que hacía las veces de ventana y mis ojos se humedecieron al contemplar aquella legión de estrellas, idénticas a las que yo solía ver en el desierto de Mojave. Tras una larga conexión con el módulo, caí rendido sobre el catre. En realidad, mi agitada exploración no había hecho más que empezar... 31 DE MARZO, VIERNES Al alba, un ruido ronco y monótono me despertó. Al asomarme por la ventana, comprobé sorprendido que aquel sonido parecía salir de la totalidad de la aldea. No lograba explicármelo. 78