Caballo de Troya
J. J. Benítez
probablemente un proceso infeccioso agudo y generalizado. (A título personal, y después del
«gran viaje», me interesé por todos los textos, apócrifos o no, tradiciones, etc., en los que
pudiera hablarse de la suerte que corrió Lázaro en años posteriores. Los escasos datos que
encontré apuntaban hacia el hecho de que el amigo de Jesús fallecería por segunda vez a la
edad de 64 años y, curiosamente, como consecuencia de la misma dolencia que le condujo al
sepulcro en el año 30. Pero estas informaciones, lógicamente, no han podido ser comprobadas.)
Lo que sí me llamó poderosamente la atención fue comprobar cómo el testimonio de Lázaro
y sus amigos encajaba plenamente con la tradición judía sobre la muerte. En general, los
hebreos creían que «la gota de hiel en la punta de la espada del ángel de la muerte empezaba
a obrar al final del tercer día». Al cuarto, por tanto, la descomposición del cadáver era ya un
hecho incuestionable. De acuerdo con la información de la familia d e Lázaro, el Maestro recibió
la noticia de la grave dolencia de su amigo cuando aquél llevaba ya once horas muerto; es
decir, en la mañana del lunes, 6 de marzo. Jesús conocía esta creencia judía sobre la muerte y,
sabiamente, esperó hasta el martes para ponerse en camino, llegando hasta Betania cuando los
restos de Lázaro llevaban ya sin vida alrededor de 96 horas. Un tiempo más que suficiente
como para que todos los judíos que sabían del fallecimiento no pudieran dudar sobre el prodigio
que estaba a punto de consumar.
En las horas que siguieron, merced a éstas y a otras informaciones, alcancé a entender en su
verdadera medida por qué la aristocracia sacerdotal judía -encabezada en aquellos años por la
saga del ex sumo sacerdote Anás-1 buscaba la muerte de Jesús de Nazaret. A las pocas horas
de la resurrección de Lázaro, los jefes del templo -y por supuesto, el yerno de Anás- tuvieron
cumplida cuenta de cuanto había ocurrido en el cementerio de Betania. Mientras la inmensa
mayoría de los amigos del resucitado, que habían sido testigos excepcionales del suceso, se
hacían lenguas del mismo, pregonando a los cuatro vientos la portentosa señal del Maestro de
Galilea, otros judíos -muchos menos, aunque de torcido corazón- se apresuraron a informar a
la casta de los fariseos, que gozaba entonces de gran primacía sobre el resto de los sacerdotes
y levitas.
Es casi seguro que si el milagro hubiera tenido lugar en otro momento del año judío -y no en
vísperas de la solemne Pascua- y con un protagonista menos acaudalado y prestigioso entre los
dignatarios de Jerusalén, la obra del leví quizá hubiera ido a engrosar, a título de «inventario»,
la ya larga lista de prodigios. Pero el Nazareno había sacado de entre los muertos -potestad
reservada únicamente al Divino- a Lázaro de Betania. (Demasiado cerca, demasiado
espectacular y demasiado importante como para olvidarlo o condenarlo al silencio.)
El hecho adquirió tales proporciones que -según me contaron Lázaro y sus amigos-,
Jerusalén sufrió una conmoción. La circunstancia de que entre los testigos de su resurrección se
contaran algunos miembros del templo y distinguidos judíos, amigos de la familia de Lázaro,
precipitó aún más los acontecimientos. Y el Sanedrín, inquieto por la noticia, celebró una
asamblea urgente a la una del mediodía del día siguiente, viernes. El tema único podía
resumirse en la siguiente frase: «¿Qué hacemos con el impostor?"
Aunque la suprema asamblea de Israel había discutido ya en otras oportunidades la
posibilidad de detener y juzgar a Jesús de Nazaret, acusándole de blasfemo y transgresor de las
leyes religiosas, esta vez fue distinto.
1
Durante el siglo I antes de Cristo y el I de nuestra era había familias sacerdotales descendientes de la rama
sadoquita legítima. (El primero y el último de los sumos sacerdotes en funciones entre los años 37 a.C. y el 70 d.C.
fueron de origen sadoquita: el babilonio Ananel -del 37 al 35 antes de Cristo y a partir del 34, por segunda vez- y
Pinjás de Jabta, el cantero, que lo fue del 67 al 70 después de Cristo. Un tercer sumo sacerdote legítimo ocupó este
cargo en el año 35 a.C.; se trataba de Aristóbulo.) Los otros veinticinco sumos sacerdotes que cubrieron esos 107 años,
procedían en su totalidad de familias sacerdotales ordinarias. Casi todas tenían su origen fuera de Israel o de la
provincia de Judea, pero pronto formaron una nueva jerarquía, sumamente poderosa e influyente. Destacaron
especialmente cuatro «sagas» o "clanes", que pugnaron encarnizadamente por "colocar" a sus hombres en el
pontificado. Entre esos 25 sumos sacerdotes ilegítimos de la época herodiana y romana, no menos de 22 pertenecerían
a esas cuatro familias. Eran las «sagas» de Boetos (con ocho sumos sacerdotes en su «haber»). Anás (con otros ocho),
Phiabi (con tres) y Kamith (con otros tres sumos sacerdotes). La más poderosa -al menos en los comienzos- fue la
familia de los Boetos. Era originaria de Alejandría y su primer representante fue el sacerdote Simón, suegro de Herodes
el Grande (22-5 a.C.). De la extrema dureza de este clan procedía la denominación de «betusiano" o «boetusiano», de
la que ya me habían hablado, los amigos de Lázaro. Más tarde, la familia de Anás logró la supremacía. Este permaneció
en el cargo durante nueve años (desde el 6 al 15 d.C.). Después le sucedieron sus cinco hijos, su yerno Caifás (desde el
18 al 37 d.C., aproximadamente) y su nieto Matías (año 65 d.C.). (N. del m.)
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