Caballo de Troya
J. J. Benítez
-¿Qué recuerdo guardas de esos días en los que gustaste la muerte?
-Nunca he hablado de ello -repuso Lázaro-, pero no es mucho lo que puedo decirte.
Aquella pregunta y la insinuación del propietario de la casa sorprendieron al grupo.
Curiosamente, nadie se había preocupado de averiguar qué había visto o sentido Lázaro
durante los cuatro días en los que había permanecido muerto.
-Hubo un momento -supongo que en el instante de mi muerte- en el que mi cabeza se llenó
de un extraño ruido... Fue algo así como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé
por cuanto tiempo, experimenté una sensación desconocida: era como si me precipitara por un
estrecho y oscuro pasadizo...
»Cuando volví a abrir los ojos todo era oscuridad. No sabia dónde estaba ni lo que había
sucedido. Sentí frío en la espalda. Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra.
Traté de incorporarme pero noté que me hallaba maniatado y cubierto por un lienzo Intenté
gritar, pero un pañolón anudado sobre la cabeza sujetaba fuertemente mi mandíbula.
Inmediatamente comprendí que estaba en una de las cavidades subterráneas que sirven para
enterrar a nuestros muertos. Sin embargo, en contra de lo que puedas creer, no sentí miedo. Al
contrario. Una gran paz se apoderó de mi y, lentamente, como pude, fui arrastrándome hacia la
columna de luz que se distinguía al fondo de la cámara. El resto ya lo conoces.
No sé cómo pudo venirme a la memoria pero, de pronto, recordé que en el relato de la
resurrección se habla mencionado una sábana.
-Abusando de tu hospitalidad -le expuse- me gustaría saber si aún conservas los lienzos
funerarios.
-Sí, así es.
-¿Podría examinarlos?
Aquel inusitado interés mío por la mortaja confundió a los presentes. Pero Lázaro accedió,
rogando a uno de los amigos que fuera por ellos. Minutos más tarde, el hebreo ponía en mis
manos un rollo de tela. Con la ayuda del propio Lázaro, y a petición mía, extendimos la sábana
de lino sobre la mesa. Providencialmente, las hermanas habían optado por guardar el lienzo y
las vendas tal y como fueron retirados del cuerpo de Lázaro. Y aunque la rigurosa ley judía
prohibía todo contacto con cadáveres o con objetos que, a su vez, hubieran permanecido junto
a los restos de hombres o animales1, la singularidad del suceso -que rompía todos los
esquemas legales- y el talante liberal de estos fieles seguidores de la doctrina de Jesús, habían
hecho posible que las vestiduras fúnebres no fueran destruidas y que la familia las manejara sin
escrúpulos de conciencia.
Al pasar una de las lámparas de aceite sobre el tejido pude observar un desgarro en el
centro mismo de la sábana; justamente en la parte que debió cubrir la cabeza. Al examinar
detenidamente la tela comprobé la existencia de unos plastones de color marrón, producto de
las mezclas de ungüentos que habían sido utilizados en el embalsamamiento.
Como médico, presté especial interés a la detección de posibles señales o huellas que
pudieran delatar el natural proceso de putrefacción. Según mis cálculos, y a juzgar por las
informaciones de mis amigos, Lázaro había fallecido unos 25 días antes, en el atardecer del
domingo, 5 de marzo. A pesar del aislamiento de la cueva sepulcral, de la baja temperatura de
la misma y de la posible acción retardadora de los aceites y áloes, la advertencia de Marta a
Jesús sobre el olor del cadáver era, sin duda, un síntoma claro de que su hermano debía
presentar ya, cuando menos, la llamada «mancha verde» abdominal, primer signo de
descomposición. (Esta mancha suele aparecer hacia las 24 horas del fallecimiento y Lázaro, en
el momento de abrir la tumba, debía llevar alrededor de noventa horas muerto.)
Sin embargo, por más que exploré el lienzo, no pude encontrar resto alguno de líquidos
procedentes, por ejemplo, de la ruptura de ampollas en la epidermis. Lo que sí percibí, al oler
algunas de las áreas del tejido, fue un inconfundible tufo a sulfídrico, emanación muy propia en
la putrefacción de la materia orgánica. Aunque no se trataba, obviamente, de una prueba
definitiva, aquello me dio cierta idea sobre la posible causa de la muerte de Lázaro:
1
La Misná, la más rica y antigua tradición oral judía, establece en su Orden Sexto, dedicado a las «Purezas»,
capítulo primero de «Tiendas» (ohalot), las diversas leyes concernientes a la transmisión de la impureza de cadáveres.
«Si un hombre tocaba un cadáver -decía la ley-, contraía impureza por siete días, y si otro hombre toca a éste,
permanece impuro hasta ponerse el sol.» En el supuesto de que fueran unos objetos -caso de los lienzos- los que
tocasen un cadáver, el hombre que toca dichos objetos y todos los enseres que pueda tocar, a su vez, dicho hombre
quedan impuros por siete días. (N. del m.)
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