Caballo de Troya
J. J. Benítez
»-Padre...1, te agradezco que hayas oído mi ruego. Sé que siempre me escuchas, pero a
causa de los que están junto a mí, hablo contigo para que crean que me has enviado al mundo
y sepan que intervienes conmigo en el acto que nos disponemos a realizar.
»Acto seguido clavó su rodilla izquierda en tierra y asomándose a la galería que conduce a la
cámara funeraria gritó con fuerza:
«¡Lázaro!... ¡Acércate a mí!»
»EI eco resonó en el interior de la cueva, mientras las cuarenta o cincuenta personas que allí
estábamos sentimos un escalofrío.
Algunos de los más próximos al Maestro nos asomamos a la tumba y percibimos, en la
penumbra del foso, la forma de Lázaro, fuertemente fajado con tiras de lino blanco y reposando
en el nicho inferior derecho del panteón.
»María, asustada, se abrazó a su hermana. Nunca un silencio fue tan dramático.
»Durante un corto espacio de tiempo, todos contuvimos la respiración. Aunque muchos de
nosotros habíamos sido testigos de otros prodigios del rabí, la palpable y cruda realidad de
aquellos cuatro días de enterramiento nos hacía dudar.
»¿Qué iba a suceder?
»Aquel desacostumbrado silencio se había propagado incluso a los alrededores. Las primeras
y familiares golondrinas habían desaparecido del cielo y hasta el fuerte viento, tan propio de
esta época, se había calmado inexplicablemente.
»De pronto, el Maestro dio un paso atrás. Por las escaleras que conducen a la boca de la
cueva apareció un bulto. María lanzó un grito desgarrador y cayó desmayada. Instintivamente,
todos retrocedimos.
»Un hombre cubierto por un lienzo pugnaba por salir al exterior. Pero sus manos y pies
estaban atados con vendas y esto dificultaba su marcha.
»De la sorpresa se pasó al terror y la mayoría de los hombres y mujeres huyeron por el
jardín, entre alaridos y caídas.
»¡Era Lázaro!
»A duras penas, apoyándose en sus codos y manos, aquel bulto fue arrastrándose por las
húmedas escalinatas de piedra hasta alcanzar los últimos peldaños. Allí se detuvo, jadeante,
mientras un sudor frío nos recorría el rostro.
»Pero nadie -ni siquiera Marta- se atrevió a dar un solo paso hacia el resucitado.
»Jesús comprendió nuestro pánico y dirigiéndose a la «señora» ordenó que le quitáramos la
tiras de tela y que le dejáramos caminar.
»Con los ojos arrasados en lágrimas, Marta se aproximó valientemente, procediendo a
desatar primero las vendas que oprimían sus muñecas. A continuación, sin esperar a liberarle
de las ataduras de los tobillos, rasgó la sábana y dejó al descubierto el rostro de su hermano.
Tenía los ojos muy abiertos y la faz blanca como la cal.
»Una vez liberado, Lázaro saludó al Maestro y a sus discípulos, interrogando a su hermana
Marta sobre el significado de aquellas ropas funerarias y por qué se había despertado en el
jardín. Mientras la «señora» le refería su muerte, enterramiento y resurrección, Jesús dio media
vuelta y con su habitual serenidad se inclinó, levantando el cuerpo de María. La muchacha no
había recobrado aún el sentido y el Maestro, olvidándose por completo de Lázaro y de nosotros,
la condujo entre sus brazos hasta la casa.
»Poco después, los tres hermanos se postraron ante el rabí, agradeciéndole cuanto había
hecho. Pero Jesús, tomando a Lázaro por sus manos, le levantó, diciendo: «Rijo mío, lo que te
ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo
una forma más gloriosa. Tú serás el testigo viviente de la verdad que he proclamado: yo soy la
resurrección y la vida. Ahora vayamos a tomar el alimento para nuestros cuerpos físicos.»
«Esto es todo lo que podemos decirte.
Lázaro me observaba fijamente. Supongo que con menor curiosidad de la que yo sentía por
él.
-Si me lo permites -intervine dirigiéndome al resucitado-, quisiera hacerte una última
pregunta.
El amigo de Jesús asintió con la cabeza.
1
Mis informantes se refirieron siempre al nombre de «Padre» con la palabra «Abba». Según mis estudios, este
titulo se otorgaba también a muchos maestros del Talmud, como muestra de veneración y afecto. (N. del m.)
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