Caballo de Troya
J. J. Benítez
hermanas en tan triste momento. Cumplida la primera parte de la normativa sobre el luto1,
nuestro amigo fue sepultado junto a sus padres, en la tumba familiar existente al final del
jardín.
-Un momento -intervine de nuevo-. ¿Lázaro fue enterrado, aquí, en su propia casa?
-Si, en el panteón de sus mayores.
Aunque mi pregunta debió parecer intrascendente, para mí encerraba un indudable valor.
Según todos los textos bíblicos por mi consultados antes de la Operación Caballo de Troya, el
sepulcro de Lázaro había sido ubicado por los exegetas fuera del pueblo y concretamente en la
falda oriental del monte Olivete. A la mañana siguiente, la hermana mayor de Lázaro, a petición
mía, me conduciría hasta la gruta natural que se abría al pie de un peñasco de unos diez
metros de altura, a poco más de cuatrocientos metros de la parte posterior de la casa y en el
fondo del frondoso huerto que formaba la hacienda. Aquella comprobación despejó mis dudas,
fortaleciendo mi primera impresión sobre la desahogada posición económica de la familia, que
había heredado de sus padres amplias zonas de viñedos y olivos. El hecho indiscutible de
disponer, incluso, de su propio panteón familiar dentro del recinto de su casa, hablaba por sí
solo de la riqueza de los hermanos.
-¿Qué día fue sepultado Lázaro?
-El jueves 9 de marzo, por la mañana. Al cumplirse los tres días establecidos por la ley, la
familia y amigos depos itamos los restos de Lázaro en uno de los lechos de piedra excavado en
la gruta y procedimos a cerrar la boca con la losa...
Mis informantes se refirieron a continuación a la difícil situación por la que atravesaban las
hermanas del fallecido. A pesar de los numerosos amigos y parientes que habían acudido a
consolarlas, María y la «señora» se hallaban sumidas en un profundo dolor. Algo, sin embargo,
las diferenciaba: mientras María parecía haber perdido toda esperanza, Marta siguió aferrada a
una idea: «el Maestro tenía que aparecer de un momento a otro». Y aunque no sabía muy bien
qué podía hacer el rabí a estas alturas, con su hermano muerto y amortajado, la «señora» vivió
aquellos casi cuatro días con el ferviente deseo de ver aparecer a Jesús. Su fe en el Maestro era
tal que aquella misma mañana del jueves, cuando la tumba fue cerrada, pidió a una vecina de
Betania que se situara en lo alto de una colina, al este de la aldea, con el fin de vigilar el
camino que conduce a Jericó y por el que debería llegar el rabí de Galilea. A las pocas horas, la
joven irrumpió en la casa de Lázaro advirtiendo en secreto a Marta de la inminente llegada de
Jesús y sus discípulos.
Poco después del mediodía, la «señora» se reunió con el Nazareno en lo alto de la colina.
Marta, al ver a Jesús, se arrojó a sus pies, dando rienda suelta a sus lágrimas, al tiempo que
exclamaba entre grandes gritos: «¡Maestro, de haber estado aquí, mi hermano no hubiera
muerto!»
Jesús, entonces, se inclinó y tras levantarla le dijo: «Ten fe y tu hermano resucitará.»
Y Marta, que no se había atrevido a criticar la aparentemente incomprensible actuación del
Maestro, contestó: «Sé que resucitará en la resurrección del último día y desde ahora creo que
nuestro Padre te dará todo aquello que le pidas.»
El rabí colocó sus manos sobre los hombros de la mujer y mirándola fijamente a los ojos le
dijo: «¡Yo soy la resurrección y la vida!»
Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas de la hermana de Lázaro y Jesús prosiguió:
«Aquel que crea en mí vivirá a pesar de que muera. En verdad te digo que quien viva creyendo
en mí, nunca morirá realmente. Marta, ¿crees esto?
La mujer asintió con la cabeza y tras secarse los ojos añadió:
«Sí, desde hace mucho tiempo creo que eres el Libertador, el Rijo de Dios vivo..., el que
tiene que venir a este mundo.»
Los compañeros de Lázaro prosiguieron su relato, exponiendo la extrañeza del Maestro al no
ver a María junto a su hermana. La «señora», que había recuperado ya su temple habitual,
explicó a Jesús el profundo y doloroso trance por el que atravesaba María. Y el Nazareno le rogó
que fuera a avisaría.
1
La Misná, en su capítulo tercero de fiestas menores (moed qatan), establece que los muertos debían ser llorados
durante los tres primeros días. Durante los siete primeros días, el ritual establecía las lamentaciones y a lo largo del
primer mes los familiares debían llevar las señales propias del luto. (N. del m.)
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