Caballo de Troya
J. J. Benítez
Jesús. En mi calidad de médico, y a pesar de los textos evangélicos y de los numerosos
comentarios que había recogido hasta ese momento, me resultaba muy difícil imaginar siquiera
que aquel hombre hubiera sufrido lo que hoy conocemos por muerte clínica y que, para colmo,
varios días después de su fallecimiento, otro «hombre» le hubiera rescatado del sepulcro.
-¿Qué es lo que deseas conocer? -repuso Lázaro sin dejar de remover el fogón.
Aun a riesgo de parecer impertinente, planteé mi primera duda con la suficiente astucia
como para provocar la locuacidad de los allí reunidos.
¿No pudo suceder que estuvieras dormido?
Lázaro olvidó la chimenea y, mirándome con dureza, replicó:
-Es mejor que sean éstos quienes respondan a esa cuestión...
Sus amigos guardaron silencio. Por un momento llegué a pensar que había forzado la
situación. Pero, finalmente, uno de ellos, en tono comprensivo, tomó el hilo de la conversación.
-Es natural que dudes. Tú, como otros muchos, no estabas aquí cuando, en los últimos días
de febrero, nuestro hermano Lázaro fue presa de intensas fiebres. A pesar de los cuidados de
sus hermanas y de las prescripciones de los sangradores venidos de Jerusalén, el mal fue en
aumento. Su debilidad llegó a tal extremo que no era capaz de sostener una escudilla de leche
entre las manos.
Ni siquiera el médico del templo, Ben Ajía1, pudo remediarle. El Maestro no se encontraba en
aquellas fechas en Judea y la familia, a la vista de tan grave dolencia, tomó la decisión de
enviar un mensajero para rogarle que sanara a su amigo. Sin embargo, a las pocas horas de la
partida del jinete, Lázaro murió.
-¿Recordáis la fecha? -intervine.
-¿Cómo olvidar el día del fallecimiento de un amigo? El duelo cayó sobre esta casa en las
últimas horas de la tarde del domingo 5 de marzo.
-Eso significa interrumpí de nuevo a mi interlocutor- que el mensajero llegó hasta Jesús
cuando Lázaro ya había muerto...
-Efectivamente. El rabí se encontraba entonces en la ciudad de Bethabara, en la Perea2 y
aunque el emisario cabalgó toda la noche, Jesús no recibió la noticia hasta el día siguiente,
lunes.
-Hay algo que no entiendo. ¿El mensajero tenía orden de rogar al Maestro que acudiera a
Betania?
-No. Las hermanas de Lázaro tienen la suficiente fe en el rabí como para saber que no era
necesaria su presencia. Ellas eran conscientes de que Jesús se hallaba predicando y que
bastaría una sola palabra suya para sanar a su hermano. Por eso, al morir Lázaro poco después
de la partida del mensajero, todo el mundo comprendió y aceptó que era demasiado tarde.
»Lo que sí resultó incomprensible, incluso para Marta y María
-prosiguió mi relator con la voz trémula por el triste recuerdo de aquellos momentos- fue la
respuesta de Jesús al emisario. Cuando éste regresó a Betania en la mañana del martes,
aseguró una y otra vez que había oído decir al rabí que «aquella enfermedad no llevaba a la
muerte». Todos, como te digo, creyentes o no, quedamos desconcertados. Nadie acertaba a
comprender por qué Jesús, el gran amigo de la familia, no daba señales de vida.
»Al conocerse la noticia de la muerte de Lázaro, muchos de sus familiares y amigos de las
aldeas próximas, así como de Jerusalén, se pusieron en camino y acompañamos a las
1
Eliseo me confirmaría horas después que, según una de las dos listas contenidas en el escrito rabínico Sheqalim V,
1-2, el nombre de Ben Ajía, en efecto, correspondía a uno de los «jefes» del Templo, con el cargo específico de médico.
La computadora arrojó la siguiente lectura: »Encargado de los enfermos del vientre. La alimentación de los sacerdotes
era extraordinariamente abundante en carnes, no pudiendo beber más que agua. Todo ello ocasionaba frecuentes
dolencias estomacales.» Santa Claus nos remitía, para una más completa información, al manuscrito de Erfurt,
actualmente en Berlín. Dos días después, al asistir a la desconcertante entrada triunfal del Cristo en Jerusalén, tuve la
oportunidad de comprobar cómo en la llamada