Caballo de Troya
J. J. Benítez
cuero que formaban los cordones de mis sandalias, mientras la mujer vaciaba parte del
contenido de la jarra en el lebrillo. Al introducir los pies en la ancha vasija de barro experimenté
una reconfortante sensación. EI agua estaba caliente!
-Gracias... -murmuré-. Muchas gracias...
Marta levantó el rostro y sonrió, dejando al descubierto un hilo de oro que servía para
sujetar algunos dientes postizos. Aquel era otro signo inequívoco de la acomodada posición de
la familia.
Mientras la mujer procedía a la limpieza de mis doloridos pies (las cuatro vueltas de los
cordones habían dejado otras tantas marcas rojizas en la piel), procuré observarla con
detenimiento. Sin duda, Marta era mayor que Lázaro. Aparentaba entre 45 y 50 años. Sus
manos, robustas y encallecidas, reflejaban una intensa y larga vida de trabajo. Era de una talla
muy similar a la de su hermano -alrededor de 1,60 metros-, pero más gruesa y con un rostro
redondo y curtido. Deduje que sus cabellos -cubiertos por un velo negro que caía hasta la
espalda- debían ser negros, al igual que sus ojos y las cejas.
Una vez concluido el lavatorio, Marta envolvió mis pies en el lienzo con el que se ceñía la
cintura y fue presionando el suave tejido (probablemente de algodón) hasta que ambas
extremidades quedaron completamente secas. Tomó las sandalias y, ante mi sorpresa, se las
pasó al muchachito. Guardé silencio, imaginando que la buena mujer trataba de asearlas.
Cuando pensaba que la operación había terminado, Marta me rogó que arremangara las
mangas de mi túnica. Obedecí y con suma delicadeza tomó mis manos, situándolas sobre el
lebrillo. Vertió sobre ellas el resto del agua que contenía la jarra, invitándome a que las frotara
enérgicamente. Por último, las secó, retirando a un lado el barreño. En ese instante, la «
señora» de la casa -que seguía arrodillada frente a mí- echó mano de un cordoncito que
rodeaba su cuello, extrayendo de entre sus pechos una bolsita de tela, color azabache. La
abrió, volcando el contenido sobre la palma de su mano izquierda. Se trataba de un puñado de
suaves y diminutos gránulos -con forma de lágrimas- que destelleaban a la luz de los candiles.
Marta trotó aquella sustancia de aspecto gomorresinoso sobre cada uno de mis pies. Después
hizo otro tanto con mis manos, devolviendo el oloroso producto a la bolsa.
No pude contener mi curiosidad y le pregunté el nombre de aquel perfume.
-Es mirra.
En los días que siguieron a mi salida del módulo, pude saber que muchas de las mujeres
israelitas -en especial las de las clases media y alta- llevaban bajo su túnica, al igual que Marta,
sendas bolsitas con mirra. Ello les proporcionaba una permanente y gratísima fragancia. Tanto
la mirra como el áloe, la hierba del bálsamo y otras resinas aromáticas eran consumidos con
gran profusión por el pueblo judío, que las utilizaba, no sólo para aromatizar los templos, sino
en el aseo personal, en el hogar e incluso en el lecho1.
Marta y el niño abandonaron la estancia y yo, agradecido y aliviado, me incorporé al grupo.
Lázaro atizaba el fuego. En mi mente bullían tantas preguntas que no supe por dónde reanudar
la conversación. Deseaba conocer la doctrina y la personalidad del Maestro de Galilea, pero
también sentía una aguda curiosidad por aquel ejemplar único: un hebreo devuelto a la vida
después de muerto y enterrado. Como tampoco era cuestión de desperdiciar aquella
inmejorable ocasión -programada, además, en el esquema de trabajo del general Curtiss-,
rogué a mi amable anfitrión que me sacara de algunas dudas en torno al conocido milagro de
1
En mis indagaciones durante aquellos días en Palestina verifiqué que, aunque muchas de estas plantas que
servían de base para la fabricación de perfumes se cultivaban en suelo israelita, la mayoría procedía originariamente de
otros países. El incienso, por ejemplo, que se obtenía de la bosvelia, había peregrinado desde Arabia y Somalilandia. Y
lo mismo había ocurrido con la commiphora myrrha o árbol de la mirra. El áloe, por su parte, había llegado desde la isla
de Socotora, en la boca del mar Rojo. En cuanto al preciado bálsamo, cuya hierba es conocida entre los botánicos como
commiphora opobalsamum, parecer ser que en un principio fue originaria de Arabia. Sin embargo, como muy bien
afirma Ezequiel (27,17), «Judea e Israel suministraban a Tiro perfumes, miel, aceite y bálsamo». La explicación estaba
en uno de los libros del historiador judío romanizado, Flavio Josefo. Las semillas de la hierba del bálsamo habían llegado
hasta Palestina en tiempos del rey Salomón y fueron, según Josefo, uno de los muchos regalos de la mítica reina de
Saba al citado Salomón. Al día siguiente, viernes, 31 de marzo, yo mismo tendría la ocasión de comprobar cómo Jesús
entregaba a Marta y a María un preciado obsequio: hierbas de bálsamo, procedente de las fértiles llanuras de Jericó.
Santa Claus me confirmaría igualmente que, en el año 60, Tito Vespasiano ordenarla proteger estas plantaciones de
bálsamo de Jericó con una guardia especial. Mil años más tarde, los cruzados que entraron en Israel no hallaron rastro
alguno de tan valiosa planta. Los turcos habían talado gran parte de los árboles descuidando también los arbustos que
se habían cultivado en las proximidades del río Jordán. (N. del m.)
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