Caballo de Troya
J. J. Benítez
En una de las esquinas chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del
hogar. El fogón cumplía una doble misión. De una parte, servir de calefacción en los rudos
meses invernales y, por otra, permitir la preparación de los alimentos. Para ello, los
propietarios habían levantado a escasa distancia de la chimenea propiamente dicha un murete
circular de unos treinta centímetros de altura, formado por cuatro capas en las que alternaban
el barro y los cascotes. En su interior, entre las brasas, se depositaban los pucheros, así como
unas bateas convexas que servían para cocer tortas hechas con masa sin levadura. Cuando se
deseaba cocinar sin la aplicación directa del fuego, las mujeres depositaban unas piedras planas
sobre la candela. Una vez caldeadas, las brasas eran apartadas y el guiso se realizaba sobre las
piedras.
En casi todas las paredes habían sido dispuestas alacenas y repisas de madera en las que se
alineaban lebrillos, bandejas, soperas y otros enseres, la mayoría de barro o bronce.
En el muro opuesto al fogón, y enterradas como una cuarta en el piso, se distinguían dos
grandes y abombadas tinajas, de una tonalidad rojiza acastañada. Alcanzaban algo más de un
metro de altura y, según me comentaría Marta días después, eran destinadas al consumo diario
de grano y vino. Una de ellas, en especial, era tenida en gran aprecio por Lázaro y su familia.
Había sido rescatada muchos años atrás en las cercanías de la ciudad de Hebrón y había
pertenecido -según el sello real que presentaba una de sus cuatro asas- a los viñedos reales. En
una minuciosa inspección posterior pude corroborar que, en efecto, la tinaja en cuestión
presentaba un registro superior con las letras «lmlk», que significaban «perteneciente al rey».
Su capacidad -sensiblemente inferior a la de la tinaja destinada al trigo- era de dos «batos»
israelitas1. Siempre permanecía herméticamente cerrada con una tapa de barro, sujeta a su vez
con bandas de tela.
El techo del aposento, situado a dos metros, estaba cruzado por seis vigas de madera,
probablemente coníferas, muy abundantes en los alrededores. Otras partes techadas de la
casa, excepción hecha de las terrazas, presentaban una construcción menos sólida. La cuadra y
el almacén de los aperos propios del campo, por ejemplo, hablan sido cubiertos con materiales
muy combustibles: paja mezclada con barro y cal. Este tipo de techumbre -según me explicó
Lázaro- tenía un gran inconveniente. Cada vez que llovía era necesario alisaría de nuevo, con el
fin de consolidar el material de la superficie y evitar las goteras. Para ello se valían de pequeños
rodillos de piedra de unos sesenta centímetros de longitud.
Lázaro y los restantes hebreos se situaron en torno al crepitante luego y tomaron asiento
sobre algunas de las pieles de cabra que alfombraban el piso. Yo hice otro tanto y me dispuse
al diálogo.
En ese momento, una mujer entró en la sala. Llevaba en su mano izquierda una frágil astilla
encendida. Sin decir palabra fue recorriendo las seis lámparas de barro que colgaban a lo largo
de las blancas paredes y que contenían aceite. Tras prenderías, tomó una lucerna -también de
arcilla- e introdujo la llama de su improvisada antorc ha por la boca del campanudo recipiente.
Al instante brotó una llamita amarillenta. La mujer, con paso diligente, situó aquella lámpara
portátil sobre el extremo de la mesa más próximo al grupo. A continuación se acercó al hogar y
arrojó sobre las brasas los restos de la astilla y dos bolitas de aspecto resinoso. Las cápsulas de
cañafístula -un perfume empleado con frecuencia entre los hebreos- prendieron como una
exhalación, invadiendo el recinto un aroma suave y duradero.
De pronto, sin apenas crepúsculo, la oscuridad llenó aquel histórico aposento.
-Te rogamos excuses nuestro recelo -solicitó uno de los amigos de Lázaro. Desde que el
sumo sacerdote José ben Caifás y muchos de los archiereis2 del Sanedrín acordaron poner fin a
la vida del Maestro, todas nuestras precauciones son pocas...
1
Medida equivalente a unos veintidós litros. (N. del m.)
2
Aquella noche, en mi último contacto con el módulo, Eliseo me aclaró el significado de archiereis. Se trataba de un
nutrido grupo de sacerdotes-jefes que ocupaban cargos permanentes en el templo y que, en virtud de dicho cargo,
tenían voz en el Sanedrín. Santa Claus aportó documentación complementaria (Hechos de los Apóstoles, 4,5-6, y
Antigüedades, de Josefo, XX 8,11/189 ss.) en la que se especifica que el jefe supremo del templo y un tesorero del
mismo eran miembros del mencionado Sanedrín. El número mínimo de este grupo era de uno (sumo sacerdote) más
uno (jefe supremo del templo) más uno (guardián del templo, sacerdote) más tres (tesoreros). Es decir, seis. A este
número mínimo había que añadir los sumos sacerdotes cesantes y los sacerdotes guardianes y tesoreros. El Sanedrín,
por tanto, estaba formado por 71 miembros.
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