Caballo de Troya
J. J. Benítez
por lo que pude observar, era mucho más extensa de lo que había imaginado. En el centro de
este atrio rectangular y abierto a los cielos se abría un estanque de unos tres metros de lado. El
piso, cubierto con ladrillos rojos, aparecía ligeramente inclinado y acanalado, de forma que las
aguas pluviales pudieran caer desde los aleros de los edificios situados a izquierda y derecha
hasta el recinto central. Ambas estancias tenían la misma altura que la pared de la fachada:
unos metros, aproximadamente. Luego supe que la de la derecha era en realidad una cuadra y
que la de la izquierda se destinaba a depósito de aperos, arneses y rejas para el arado.
Al fondo del patio, a unos siete metros del portalón por donde yo había entrado, se abría
otra puerta, casi frente por frente a la principal. Allí me esperaba el hombre que yo había visto
una hora antes al pie de la higuera. Junto a él, otros tres judíos, todos ellos arropados en
sendos ropones de colores llamativos. Tal y como había observado entre muchos de los
peregrinos galileos, llevaban una banda de tela arrollada en torno a la cabeza, dejando caer
uno de sus extremos sobre la oreja derecha. Tenían todos una barba poblada, pero con el
bigote perfectamente rasurado. Lázaro, en cambio, mantenía la cabeza despejada, con un
cabello liso y corto y prematuramente encanecido.
Los siervos me invitaron a aproximarme hasta su señor. Al llegar a su altura, poco me faltó
para tenderles mi mano. Lázaro y sus acompañantes permanecieron inmóviles, examinándome
de pies a cabeza. Fue un momento difícil. Más adelante comprendería que aquella frialdad
estaba justificada. Desde su resurrección, los enemigos de Jesús -en especial los fariseos y
otros miembros destacados del Gran Sanedrín- venían mostrando una preocupante hostilidad
contra el vecino de Betania. Si el Nazareno constituía ya de por sí una amenaza contra los
sacerdotes de Jerusalén, Lázaro -con su vuelta a la vida- había revolucionado los ánimos,
erigiéndose en prueba de excepción del poder del Maestro. Era lógico, por tanto, que la familia
desconfiase de todo y de todos.
Aquella tensa situación se vería aliviada -afortu