Caballo de Troya
J. J. Benítez
Me dejé caer sobre la polvorienta plazuela que se abría frente a la morada del amigo de
Jesús y procuré cubrirme con el manto. Empezaba a sentir el fresco del atardecer. Me di cuenta
entonces que no había probado bocado y que, a juzgar por la posición del sol, debíamos estar
en lo que los israelitas llamaban la hora nona; es decir, las tres de la tarde. En ese momento
comprendí por qué Lázaro había dado por zanjada aquella animada tertulia. Era el momento de
la comida principal: lo que nosotros llamamos la cena.
Pero no me dejé arrastrar por el abatimiento. Caballo de Troya había p revisto que yo
intentara una entrevista con Lázaro en aquella jornada del jueves y así debía ser. Esperaría.
Pensé en aprovechar aquellos minutos -mientras la familia reponía fuerzas- para comprar
algunas provisiones, pero pronto desistí. En mi precipitación por llegar a Betania no había
tenido la precaución de entrar en Jerusalén y tratar de cambiar algunas de las pepitas de oro
por monedas. Por otra parte, eso me hubiera retrasado considerablemente. A decir verdad, no
era el hambre lo que me obsesionaba en aquellos instantes. Mis ojos, fijos en la puerta,
estaban pendientes de la posible aparición de alguno de los miembros de la familia de Lázaro.
La intuición no me traicionó. No había transcurrido media hora cuando, procedente de la
parte posterior de la casa, irrumpió en el jardín una mujer con el rostro cubierto con el velo
tradicional. Le acompañaban dos adolescentes. Sobre la cabeza de la voluminosa matrona se
balanceaba levemente un cántaro rojizo. Al verme debió Sorprenderse. Yo sabía que las buenas
costumbres en la red social judía no permitían que un hombre se entretuviera a solas con una
mujer, ni que éstas sonrieran o hablaran con desconocidos. Así que, venciendo mi natural
inclinación por saludarla o ponerme en pie, me mantuve en silencio, dejando que pasara frente
a mí. La buena mujer desvió su mirada y aceleró el paso, perdiéndose por uno de los ramales
que desembocaba en la plazoleta.
Supongo que algo extraño debió notar en mi presencia porque, a los pocos minutos, uno de
los muchachos volvía a la carrera, entrando en la casa como un meteoro. De inmediato
aparecieron en el umbral del jardín dos hombres y el jovencito que, sin duda, les había alertado
sobre aquel extranjero que permanecía sentado junto a las blancas estacas de la cerca.
Me puse en pie y esperé. Los hombres, arropados en gruesos mantos color canela, se
aproximaron hasta mí.
-¿Qué buscas, hermano? -me preguntó el que parecía llevar la voz cantante.
El tono de su voz me tranquilizó. Había una gran dulzura en su semblante.
-Me llamo Jasón y soy de Tesalónica. Estoy aquí porque busco al rabí de Galilea...
-El no está aquí.
Simulé gran contrariedad y, mirando fijamente a los ojos de mi interlocutor, pregunté con
vehemencia:
-¿Dónde puedo encontrarle...?
-¿Para qué le quieres?
-Soy extranjero, pero he oído hablar de él desde Antioquía a Corfú. Llevo recorridas muchas
leguas porque soy hombre a quien no satisfacen los dioses romanos ni griegos y porque
desearía conocer la nueva doctrina del rabí al que llaman Jesús.
-¿Por qué le buscas aquí, frente a la casa de Lázaro?
-Desde mi llegada a las costas de Tiro no he oído hablar de otra cosa que del último prodigio
del rabí: dicen que devolvió a la vida a su amigo Lázaro, muerto cinco días antes...
-Eran tres días los que mi señor llevaba sepultado -me corrigió el siervo.
-Luego es verdad -añadí mostrando una intencionada alegría.
Antes de que pudiera intervenir de nuevo, le supliqué si podía ser recibido por Lázaro.
-Quizá él sepa dónde puedo hallar al Maestro...
Los hombres intercambiaron una rápida mirada.
-Aguarda aquí -concluyeron-. El amo no está repuesto del todo...
Asentí mientras los siervos desaparecían en el interior de la hacienda.
Ante la inminente posibilidad de una primera entrevista con Lázaro, aproveché aquellos
segundos de soledad para informar al módulo de cuanto estaba sucediendo.
Debí causar buena impresión a los criados de Lázaro. A los pocos minutos era invitado a
entrar en la casa.
Traspasé el umbral con una mezcla de timidez y emoción. Lo que yo había supuesto como la
fachada de la casa era en realidad la pared de un atrio o pequeño patio interior. La hacienda,
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