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Caballo de Troya J. J. Benítez tapados con cantos y barro. La mayoría de las techumbres de aquella media docena de viviendas -a excepción de una o dos terrazas- habían sido cubiertas con ramas de árboles, reforzadas con varias capas de juncos y paja. Los alrededores aparecían repletos de higueras y pequeños huertos en los que deambulaban un sinfín de gallinas. Las últimas e intensas lluvias de enero y febrero habían convertido las «calles» en un barrizal. Decepcionado, salí nuevamente al camino, informando a Eliseo de mi paso por la mísera Betfagé y de mi inminente llegada a Betania. La distancia entre ambas aldeas no era superior a los setecientos u ochocientos metros. El lugar de residencia de Lázaro y su familia presentaba, en cambio, un aspecto mucho más sólido y esmerado. Las casas, aunque modestas, disponían de terrazas, y sus paredes -casi todas encaladas- habían sido construidas con piedras labradas. Al penetrar en la aldea me sorprendió ver algunas de las calles pavimentadas a base de guijarros. Otras, sin embargo, seguían siendo estrechas torrenteras, ahora polvorientas y malolientes. El núcleo principal de Betania se extendía a la derecha del camino que lleva de Jerusalén a Jericó. Al otro lado del sendero, un grupo más reducido de casas se apoyaba en la ladera del Monte de los Olivos. Algunas de estas viviendas se hallaban prácticamente empotradas en la falda de la montaña. La animación en la aldea era considerable. Numerosos grupos de judíos iban y venían por entre sus casas, formando tertulias a las puertas de las viviendas o a la sombra de los entramados de cañas y ramas por los que trepaba la hiedra o descansaban desnudas e interminables parras. No tardé en averiguar que aquella agitación venia siendo habitual en Betania desde que el Maestro de Galilea realizase el prodigio de resucitar de entre los muertos a su amigo Lázaro. La noticia había corrido como reguero de pólvora por todo el reino, llegando, incluso, a la vecina Siria y a las costas de la Fenicia. Desde entonces, una corriente interminable de simpatizantes, seguidores de Jesús o amigos de Lázaro acudían hasta la casa del resucitado, con el único afán de satisfacer su curiosidad. Este torrente de curiosos se había visto seriamente incrementado en aquellos días, con motivo de la próxima celebración de la Pascua. El camino entre Jerusalén y Betania podía cubrirse, a buen paso, en poco más de una hora y ello justificaba aquel agotador trajín por las calles de la hasta ese momento apacible localidad. No fue muy difícil llegar hasta la casa de Lázaro. Me bastó con seguir a uno de los grupos de judíos que acababa de entrar en Betania. A los pocos minutos me encontraba frente a una hacienda levantada casi a las afueras del núcleo principal de la población. En la fachada, pulcramente blanqueada, se abría una puerta con los dinteles y jambas trabajados con piedras labradas. Delante de la casa se extendía un pequeño jardín de cinco o seis metros de largo por otros seis o siete de ancho. En él, sobre un banco de piedra y a la sombra de una frondosa higuera, estaba sentado un hombre. Vestía una túnica con franjas verticales rojas y azules y largas y amplias mangas. Una treintena de hombres le rodeaba por doquier. Algunos, incluso se habían situado a sus pies. Absortos, aquellos judíos escuchaban y contemplaban a aquel hombre de cuerpo enjuto y rostro picado de viruela. ¡Era Lázaro! Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Intenté abrirme paso, pero fue inútil. Nadie estaba dispuesto a ceder su sitio. Lázaro se había convertido en la máxima atracción de aquellos días. Con voz cansada -como si repitiese el suceso por enésima vez- fue desgranando su «aventura» y respondiendo a cuantas preguntas le formulaban. Alzándome sobre las cabezas de los curiosos observé que se trataba de un hombre relativamente joven (posiblemente no había cumplido los 40 años), aunque la palidez de su rostro y unas pronunciadas ojeras le envejecían notablemente. A los pocos minutos, ante mi desesperación, Lázaro se incorporó, despidiéndose de los allí reunidos. Lo vi desaparecer en la penumbra de la casa, mientras los hebreos se desperdigaban, gesticulando y comentando cuanto habían visto y oído. Y allí me quedé yo, abrumado y solitario frente a la pequeña cerca de madera que rodeaba el jardín. ¿Qué debía hacer? ¿Entraba en la casa? ¿Esperaba? Pero ¿a qué y para qué? 65