Caballo de Troya
J. J. Benítez
Cuando me disponía a levantarme y reanudar el camino, sentí la leve presión de una mano
en mi hombro. Al volver el rostro me encontré con un niño de tez morena y profundos ojos
negros. Vestía una corta túnica de amplias mangas y color indefinible. En su mano izquierda
sostenía una escudilla de madera con agua. Sin pronunciar una sola palabra, dibujó una sonrisa
y me tendió el oscuro recipiente. Mojé mis labios en el agua y le devolví la vasija,
agradeciéndole el gesto.
-¿De dónde vienes? -le pregunté acariciándole su cráneo rapado.
El pequeño se volvió hacia un pequeño grupo de hombres y mujeres que descansaban en el
interior de una tienda. Una de las mujeres -posiblemente su madre- le animó con un gesto de
su mano para que respondiera.
-Somos de Magdala, señor.
-Eso está cerca del lago, ¿no?
El niño asintió con la cabeza.
-¿Has oído hablar de Jesús el Nazareno?
Antes de que mi joven amigo llegara a responder, uno de los hombres se adelantó hasta
nosotros. Aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta años. Lucía una abundante barba negra.
Tomó al pequeño por el brazo y preguntó:
-¿Es que eres seguidor del tekton?
Aquella palabra me dejó confuso.
-Perdóneme, amigo -le respondí-. Soy extranjero y no sé el significado de esa palabra.
El hombre soltó al niño y, cruzando los brazos entre los pliegues de su manto, añadió:
-Nosotros conocimos a su padre como José, el carpintero y herrero. Y así llamamos también
a su hijo.
Tentado estuve de unirme a aquella familia de galileos y retrasar mi entrada en Betania.
Pero lo pensé dos veces y comprendí que nadie mejor que Lázaro y sus hermanas para
hablarme del Maestro...
Mientras proseguía mi camino, pregunté a Eliseo si podía obtener información sobre aquella
nueva definición de Jesús. Santa Claus fue muy conciso: «El Galileo, efectivamente, recibía el
sobrenombre de tekton -como carpintero, constructor o herrero- de acuerdo con la versión que
sobre dicho término hacia el escrito rabínico Shabbat, 31.ª También Marcos hace alusión a
tekton en 6,3.»
Es posible que llevase andado algo más de la mitad del camino entre Jerusalén y Betania
cuando dejé atrás el apretado campamento de los peregrinos israelitas. A partir de allí, las
tiendas eran mucho más escasas. Si no fuera porque podría equivocarme, habría jurado que en
el acceso a la ciudad santa se habían plantado más de un millar de improvisados albergues.
Esto podía significar -a un promedio de seis o siete personas por tienda- unos seis mil o siete
mil peregrinos.
En aquel último kilómetro no observé, sin embargo, una disminución del intenso tráfico de
gentes y bestias de carga. Grupos de judíos, con asnos y algunos camellos, seguían fluyendo en
uno y otro sentido, transportando haces de leña, pesados y puntiagudos cántaros o arreando
rebaños de cabras.
La vegetación, a ambos lados del camino, se había hecho más floreciente. A mi izquierda, la
ladera oriental del Olivete aparecía cerrada por los olivares, cedros y algunos sicómoros. A mi
derecha, junto a palmeras e higueras me llamó la atención una serie de cinamomos, con sus
incipientes racimos de flores violetas y extraordinariamente olorosas.
El hecho de no poder llevar reloj me preocupaba. No resultaba fácil para mí averiguar en qué
momento del día me encontraba. El sol se había lanzado ya hacia el Oeste, pero ignoraba
cuanto tiempo había transcurrido desde que abandonara la «cuna». Por otra parte, deseaba
acostumbrarme lo antes posible a mi nueva situación y ello me obligaba a prescindir, en la
medida de lo posible, de la conexión auditiva con Eliseo. A juzgar por el camino recorrido y los
altos efectuados, debían ser las 13.30 horas cuando, al salir de la única curva del sendero,
divisé a la izquierda un minúsculo grupo de casas. Al fondo, y a la derecha, descubrí también
otra aldea, aparentemente más grande que la primera. Entusiasmado, aceleré el paso. Aquellos
poblados tenían que ser Betfagé y Betania, respectivamente.
Conforme fui aproximándome al primer poblado, mi desencanto fue en aumento. Betfagé no
era otra cosa que un mísero conglomerado de pequeñas casas de una planta. Las paredes
habían sido levantadas con piedras -posiblemente basálticas- y los intersticios, malamente
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