Caballo de Troya
J. J. Benítez
Conforme fui aproximándome a las tiendas, mi excitación fue en aumento. Aquélla podía ser
mi primera oportunidad, no sólo de entablar contacto con los israelitas, sino de practicar mi
arameo galilaico o griego.
Al entrar entre las tiendas, un tufo indescriptible -mezcla de ganado lanar, humo y aceite
cocinado- a punto estuvo de jugarme una mala pasada. Tres de las tiendas habían sido
acondicionad as como apriscos. Bajo las carpas de lona renegrida y remendadas por doquier se
apiñaban unos 150 corderos y carneros. En la cuarta tienda se alineaban grandes tinajas con
aceite y harina. Al amparo de esta última, un grupo de hombres, con amplias túnicas rojas,
azules y blancas formaban corro, sentados sobre sus mantos. A corta distancia, fuera de la
sombra de la lona, varias mujeres -casi todas con largas túnicas verdes- se afanaban en torno
a una fogata. Junto a ellas, algunos niños semidesnudos y de cabezas rapadas ayudaban en lo
que supuse se trataba del almuerzo común. Una olla de grandes dimensiones borboteaba sobre
la candela, sujeta por un aro y tres pies de hierro tan hollinientos como la panza de la marmita.
Varias jovencitas, con el rostro cubierto por un velo blanco y sendas diademas sobre la frente,
permanecían arrodilladas junto a unas piedras rectangulares. Mecánicamente, cada muchacha
tomaba un puñado de grano de un saco situado junto al grupo y lo depositaba sobre la
superficie de la piedra, ligeramente cóncava. A continuación asían con ambas manos otra
piedra estrecha y procedían a triturar el puñado de trigo. Una de las mujeres hacía pasar la
harina por un cedazo con aro de madera, depositando el resultado de la molienda en una
especie de lebrillo.
Permanecí algunos minutos absorto con aquel espectáculo. El grupo había reparado ya en mi
presencia y, tras intercambiar algunas palabras que no llegué a captar, uno de ellos se puso en
pie, dirigiéndose hacia mí.
El mercader -posiblemente uno de los más viejos- señaló a los rebaños y me preguntó si
deseaba comprar algún cordero para la próxima Pascua. Al hablar, el hombre mostró una
dentadura diezmada por la caries.
Sonreí y en el mismo arameo popular en que me había preguntado le expliqué que no, que era
extranjero y que sólo iba de paso hacia Betania. Al percatarse, tanto por mi acento como por ml
atuendo, que, en efecto, era un gentil, el hebreo lamentó haberse levantado y, con un mohín
de disgusto por la presencia de aquel «impuro» dio media vuelta, incorporándose de nuevo al
resto de los vendedores1.
Un elemental sentido de la cautela me hizo alejarme del lugar, pendiente abajo, en busca del
ansiado camino. Al cruzar frente al segundo cedro -en el que, tal y como había «vaticinado» el
computador, había sido plantada una quinta tienda, bajo la que se apilaban numerosas jaulas
con palomas- apenas si me detuve. Aunque mi ánimo había recobrado la confianza al
comprobar que no había tenido grandes dificultades para entender y hacerme entender por
aquel israelita, tampoco deseaba tentar a la suerte.
El sol seguía corriendo hacia poniente, recortando peligrosamente mi tiempo en aquel
jueves, 30 de marzo. Debía darme prisa en entrar en Betania. A las 18 horas y 22 minutos, el
ocaso pondría punto final a la jornada judía. Para ese momento yo debería tener resuelto mi
contacto con la familia de Lázaro.
Apreté el paso y pronto me situé en la cornisa de un pequeño terraplén. Allí terminaba la
falda del Olivete. A mis pies, a unos cinco o seis metros, apareció el camino que unía Jerusalén
con Jericó, pasando por Betania. Desde mi improvisada atalaya se distinguían grupos de
caminantes que iban y venían en uno y otro sentido. Eran, en su mayoría, peregrinos que
acudían a la ciudad santa o que salían del recinto amurallado, camino de sus campamentos. A
ambos lados de la polvorienta calzada -perdiéndose en el horizontese extendía una
abigarrada masa de tiendas e improvisados tenderetes.
Me deslicé hasta el camino y comuniqué al módulo mi intención de iniciar la marcha en
dirección Este; es decir, en sentido opuesto a Jerusalén.
1
Los gentiles no podían celebrar la tradicional ofrenda de la Pascua judía. (N. del m.)
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