Caballo de Troya
J. J. Benítez
Revisé fugazmente mi atuendo y con paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha,
entre las epilépticas ramas de añosos olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena
parte de las murallas de Jerusalén. Pero, a pesar de mis intensos deseos de aproximarme hasta
el filo occidental de la «montaña de las aceitunas» (como también llamaban los israelitas al
Olivete) y disfrutar de aquel espectáculo inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan
previsto e inicié el descenso por la vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos
divisado desde el aire y que me conduciría hasta Betania.
De pronto, al inclinarme para esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto
sobresalto lo llamativo de mi calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un
andariego e inquieto comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un
vetusto olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella
tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las ligaduras.
El inesperado alto en el camino fue registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi
seguridad.
-¿Algún problema, Jasón?
A partir de mi salida de la «cuna», aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de
«Jasón» había sido tomado del héroe de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de
los Argonautas, cantada por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio
Flaco. Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido
madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del
vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.
Tras explicar a Eliseo aquel momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a
mi posible primer encuentro con los habitantes de la zona.
Cuando había caminado algo más de 300 pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una
pradera, sombreada por dos corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.
El corazón me golpeó en el pecho. Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro
grandes tiendas.
Durante algunos segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las
lonas oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos.
Presioné mi oído derecho y Eliseo apareció al instante:
¿Qué hay...? -preguntó mi compañero.
-Primer contacto humano a la vista... Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos
rebaños de ovejas junto a varias tiendas.
Eliseo consultó la memoria histórico-documental del ordenador central instalado en la
«cuna» y me trasladó el informe aparecido en pantalla:
-Santa Claus1 en afirmativo. Según el libro de las Lamentaciones (R.2,5 sobre 2,2 (44ª 2) y
el escrito rabínico Tac anit IV 8,69ª 36 (IV/1,191) en ese extremo de la falda sur del Olivete,
donde te encuentras ahora, se instalaba tradicionalmente un grupo de tiendas en las que se
vendía lo necesario para los sacrificios de purificación en el Templo. Según estos datos, bajo
uno de esos dos cedros deberás encontrar también un mercado de pichones para los sacrificios.
Volumen aproximado: 40 se) ah mensual... Es decir, unas 40 arrobas o 600 kilos de pichones, si
lo prefieres... Santa Claus menciona también un texto de Josefo (Guerras de los Judíos, V
12,2/505) en el que se describe un muro edificado por Tito cuando puso cerco a Jerusalén. Este
muro conducía al monte de los Olivos y encerraba la colina hasta la roca llamada «del
palomar». Es muy probable que en los alrededores encuentres palomares excavados en la
roca...
-Recibido. Gracias... Voy hacia ellos.
-Un momento, Jasón -intervino nuevamente Eliseo-. Estos informes pueden resultarte
útiles... Santa Claus añade que, según el escrito rabínico Menahot (87ª), estos carneros
procedían de Moab; los corderos, del Hebrón, los terneros de Sarón y las palomas de la
Montaña Real o Judea. El ganado vacuno procede de la llanura costera comprendida entre Jaffa
y Lydda. Parte del ganado de carne llega de la Transjordania (posiblemente los carneros).
Idiomas dominantes entre estos mercaderes: arameo, sirio y quizá algo de griego...
-O. K.
-¡Suerte!
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Así llamábamos familiarmente al ordenador central del módulo. (N. del m.)
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