Caballo de Troya
J. J. Benítez
Siguiendo una de las costumbres populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné
mis cabellos con unas gotas de aceite común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos.
Por último, colgué del cinturón una pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo
de Troya había depositado una libra romana en pepitas de oro1. La evidente dificultad de
conseguir monedas de curso legal, de las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido
suplida por aquellos gramos de oro, extraídos especialmente de los antiquísimos filones de
Tharsis, en las estribaciones de la sierra ibérica de Las Camorras. Según nuestros datos, no
tendría por qué ser difícil cambiarlos por denarios de plata y monedas fraccionarias como el as,
óbolo o sextercios2.
Eliseo verificó por enésima vez los sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de
recepción desde los 10 500 pies a 15 000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos
habían medido la distancia existente entre Betania y la ciudad santa -siguiendo el curso del
camino que rodea la cara este del Olivete- arrojando un resultado de 8325 pies3.
El escenario donde debía moverme en aquellos días había sido limitado justamente entre
ambas poblaciones -Betania y Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia
de la aldea de Lázaro-, por lo que, presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna»
(que se hallaba en un enclave equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería ser
superior a los mil pies. El margen establecido para la transmisión y recepción auditiva entre
Eliseo y yo era, por tanto, más que suficiente.
A las doce horas, tras un emotivo abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y
yo salté a tierra.
Mi primera preocupación al caminar sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía
fue comprobar mi posición sobre el Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos
que se derramaba en dirección sur me di cuenta de aquel gran silencio, apenas roto por el
ronroneo de las libélulas. Me detuve y, tras cerciorarme, abrí la comunicación «auditiva» con
Eliseo. A juzgar por el trayecto que había recorrido desde aquel grupo de rocas amarillentas
sobre las que se había posado el módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de
Eliseo. Las palabras del hermano sonaron claras y fuertes en mis oídos:
-Es muy posible que la razón de ese silencio -argumentó Eliseo- se deba a la presencia de la
«cuna»... A pesar del apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de
ondas...
Algo más tranquilo proseguí mi detallada localización de puntos de referencia, vitales para un
posible y precipitado retorno hasta la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla actuaba al
mismo tiempo como radiofaro omnidireccional (con señales VHF de ultra-alta frecuencia),
haciendo posible de esta forma que uno de los radares de a bordo pudiera recibir mi «eco»
ininterrumpidamente y en un radio estimado de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a
portar un sistema de localización del invisible módulo. La naturaleza de mi misión había
desaconsejado a los responsables de Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta
de una de las «balizas» -de tipo manual- que operan en frecuencia de 75 megaciclos, y que
hubiera resultado utilísima para mi reencuentro con la « cuna». Debería valerme, en suma, de
mi sentido de la orientación, al menos hasta el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150
pies de la misma. Una vez dentro de ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el
transmisor incorporado a mi oído.
Gracias a Dios, el «punto de contacto» se hallaba en una de las cotas máxi mas del Olivete.
Esta circunstancia, unida a la presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente
cómoda la ubicación del asentamiento de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la ladera
oriental (que muere en Betania) o por la occidental, que desemboca en la barranca del Cedrón.
1
La libra romana equivale a unos 326 gramos, aproximadamente. (N. del t.)
2
Según nuestros estudios, en aquella época, el «estater» ático o patrón 'oro griego (de 8,60 gramos) podía guardar
una relación o equivalencia de 1 a 20 respecto al denario de plata de uso legal en Jerusalén. Aquella pequeña cantidad
de oro puro suponía alrededor de 758 denarios, dinero más que suficiente para mis necesidades durante los once días
de permanencia en la zona, si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el precio de todo un campo oscilaba alrededor de
los 120 denarios. (Cada denario de plata Se dividía en 24 ases. Con un as era posible comprar un par de pájaros.) (N.
del m.)
3
Unos 2 275 metros, más o menos. (N. del t.)
60