Caballo de Troya
J. J. Benítez
su momento, ninguno de los expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos
matar, a ninguno de los integrantes de la red social a observar.)
Hacia las 11 horas, tras verificar la temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la
humedad relativa (57 por ciento), la dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste)
y otros valores más complejos -de carácter biológico-, inicié los últimos preparativos para mi
definitiva salida al exterior.
Mientras Eliseo seguía vigilando nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa
revisión de mi cuerpo. Debía desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época:
reloj de pulsera, una cadena con una chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas armadas y
una pequeña sortija de oro que siempre había llevado en el dedo meñique izquierdo.
Acto seguido me sometí a la pulverización -mediante una tobera de aspersión- del tronco,
vientre, genitales, espalda y base del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada defensa
que llamábamos «piel de serpiente». Como ya he referido en otro momento, esta segunda
epidermis era una fina película cuya sustancia base la constituye un compuesto de silicio en
disolución coloidal en un producto volátil. Este liquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora
rápidamente el diluyente, quedando recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca
porosa de carácter antielectrostático. Su color puede variar, según la misión, pudiendo ser
utilizada, incluso, como un código, cuando se trabaja en grupo. Sin embargo, y con el fin de
evitar posibles y desagradables sorpresas, yo preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente
transparente...
Caballo de Troya había estudiado con idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante
aquellos once días. Puesto que debía hacerme pasar por un honrado coferenciante extranjero griego por más señas- los expertos habían preparado un doble juego de vestiduras: una falda
corta o faldellín (marrón oscuro); una sencilla túnica de color hueso; un cíngulo o ceñidor
trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba la túnica y un incómodo manto o ropón, susceptible
de ser enrollado en torno al cuerpo o suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys, que
a punto estuve de perder en varios momentos de mi exploración, había sido confeccionada a
mano, al igual que la túnica, con la lana de las montañas de Judea y teñida con glasto basta
proporcionarle un discreto color azul celeste. Para la confección de ambas túnicas, los expertos
habían contratado los servicios de hábil