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Caballo de Troya J. J. Benítez El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula -correspondiente al santuarioresplandecía cual «montaña cubierta de nieve». De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que identificamos como el Cedrón. Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, perdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab. Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldamadebería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote. Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares. Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos -basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayosX- ratificaron la presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles frutales. Al sur y sureste -especialmente en la masa del Olivete- eran mucho más frecuentes los olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo. Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos. Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.) Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron nuestra capacidad de asombro. Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas. Aquel rectángulo -que ocupaba algo más de la quinta parte de la superficie de la ciudadaparecía cerrado por robustas murallas de 150 pies1 de altura. Su cara norte, conocida como el atrio de los Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia, media novecientos pies de longitud. Frente al Ohvete, la fachada este del templo -toda ella en mármol blanco- alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental era prácticamente de las mismas dimensiones que la anterior y, por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y en la que se distinguían desde el módulo dos amplias puertas2, arrojó 801 pies de longitud. En cuanto al templo de Herodes propiamente dicho -que se levantaba en el centro de aquel gran rectángulo- los equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de anchura. 1 La totalidad de las medidas que ofrece el mayor en su diario pueden convertirse a metros, dividiéndolas por tres. (N. del t.) 2 Puerta Doble y puerta Triple. (N. del m.) 57