Caballo de Troya
J. J. Benítez
30
DE
MARZO, JUEVES
Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes
espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de
las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves,
30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.
Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación
de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber
cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban
los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante
el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido
alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio,
por tanto, no había variado.
Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto
visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un
extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó
sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de
construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en
la cara este de la ciudad -mucho más voluminosa-y otra al suroeste. Luego supimos que se
trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes,
respectivamente. Nuestras suposiciones -a pesar de la cerrada oscuridad- eran correctas:
aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La
totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de
características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por
su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio
herodiano.
Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces
mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda
del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete.
Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas
imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si -como sospechábamos- se
trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.
Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y
yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar
los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para
un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo
«retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador
atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer
del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda
inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del
30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes
informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de
Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros
de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con
normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.
¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los
Olivos?
56