Caballo de Troya
J. J. Benítez
podía sospechar que, bajo aquella oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se
amparaba una doble intención.
La comedia resultó sencillamente perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban
intactos, nadie se atrevió a poner en duda los informes de los supuestos arquitectos.
A las cuarenta y ocho horas de la explosión, una «división especial», integrada por
arqueólogos y expertos de la universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica
francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de
excavación en torno al perímetro de la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes.
Sinceramente, nunca supimos cómo el Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a
dicho grupo en semejante labor de restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a
sospechar que aquellos discretos y diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del
Mossad.
El caso es que, cuando el general Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos
una primera visita de inspección a la plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto
zanjas junto a la mezquita, levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y
de acuerdo con las medidas previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71
pies de diámetro de la plazoleta, cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura,
eran más que suficientes para nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del
laboratorio receptor de fotografías.
Desde el 7 de enero, de una forma escalonada y aprovechando las constantes entradas y
salidas de material, los israelitas y norteamericanos se las arreglaron para introducir en los
barracones la totalidad del material secreto.
Una semana después, con el lógico regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y
militares que habíamos tomado parte en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto
para el supuesto ensamblaje de la estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto
de casi siete días en el programa.
A partir del 15 de enero, el jefe del proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades
militares israelitas que los ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de
montaje del laboratorio y que, en consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los
barracones quedaba rigurosamente prohibido a la totalidad del personal no americano. Los
judíos se retiraron al exterior del recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el
que pudieran circular los «arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún
concepto. Si los árabes llegaban a intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no
eran otra cosa que una «tapadera» para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de
Troya y la propia ubicación de la estación recept ora se habrían visto en una situación muy
comprometida.
Los equipos de restauración, por tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros
del octógono, mientras nosotros desembalábamos el material, entregándonos a una frenética
tarea de montaje de la «cuna»
Pero la alegría del general y también la nuestra iban a sufrir un súbito revés.
Los venenosos tentáculos de la CIA -nunca supimos cómo- habían tocado y detectado la
operación conjunta judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency1 estaba presionando
para que Kissinger les pusiera al corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado
crearon fuertes tensiones entre la CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que
estaban al tanto de la misión. La situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue
reclamado a Washington, a fin de apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.
Mientras tanto, el resto del equipo Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los
ánimos encogidos por la cercanía de la siempre peligrosa sombra de la CIA.
En este caso, la manifiesta habilidad de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la
gravedad de los acontecimientos, y por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon
«aconsejaría» pocos días después que Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de
reforzar la confianza del Pentágono, el 4 de enero era designado el general e intimo colaborador
de Curtiss, Alexander Haig, como vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados
1
Agencia de Inteligencia de la Defensa. (N. del t.)
50