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Caballo de Troya J. J. Benítez Afganistán y otras zonas de Pakistán y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos en la nueva estación «propia» (la israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas áreas1. Gracias a este sutil engaño, el general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de Troya, conseguían aterrizar a primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y de mutuo acuerdo con el Mossad (servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión Jumbo, en el que habían sido eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas de instrumental «altamente secreto». Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con los distintivos de la compañía judía El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos turistas norteamericanos. Era el 5 de enero. Lo que nunca supieron los sagaces agentes del servicio de Inteligencia israelí es que mezclada con el material para la estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba también nuestra «cuna» El plan de Curtiss era sencillo. En un minucioso estudio elaborado en Washington por el CIRVIS (Communication Instruction for Reporting Vital Intelligence Sightings)2, con la colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación de la red receptora de imágenes del Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis meses, a partir de la fecha de llegada del material. Los especialistas debían proceder -en una primera etapa- a la elección del asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres posibles puntos: la cumbre del monte Olivete o de los Olivos -a escasa distancia de la ciudad santa de Jerusalén-; los Altos del Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del Sinaí. Astutamente, el general Curtiss había hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones de la estación receptora con nuestro punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de que el Gobierno de Golda Meir obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas del proyecto Caballo de Troya habían estimado que el referido monte Olivete era la zona apropiada para la toma de tierra de la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con Jerusalén la habían convertido en el lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los israelitas mostraron una cierta extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera de las tres bases de experimentación, parecieron bastante convencidos ante las explicaciones de los norteamericanos. Israel se veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus vecinos, los egipcios y sirios. De haber iniciado la instalación de la estación receptora por el Sinaí o por el Golán, los riesgos de destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido muy altos. Era necesario ganar tiempo y -sobre todo- adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos con un amplio margen de seguridad y sin sobresaltos. Una vez localizado el asentamiento ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los israelitas, el laboratorio entraría en la fase operativa, compartido siempre por ambos países. Eso suponía, según todos los indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro trabajo. Los judíos, en suma, aceptaron con excelente sumisión los consejos de los norteamericanos y colaboraron estrechamente en el transporte y vigilancia de los equipos. Los hombres de la Operación Caballo de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972 en que el «punto de contacto» debía ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita octogonal llamada de la Ascensión del Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de las cruzadas era el baluarte perfecto para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el resto del grupo, habían previsto hasta los más insignificantes detalles. La experiencia fue fijada 1 La serie de satélites artificiales Big Bird o Gran Pájaro -y en especial el prototipo KH II- pueden volar a una velocidad de 25 000 kilómetros por hora, necesitando un total de 90 minutos para dar una vuelta completa al planeta. Como ésta oscila ligeramente durante ese lapso de tiempo (22 grados, 30 minutos), el Big Bird sobrevuela durante la vuelta siguiente una banda diferente de la Tierra y vuelve a su trayectoria original al cabo de 24 horas. Si el Pentágono «descubre« algo de interés, el satélite puede modificar su órbita, alargando el tiempo de revolución durante algunos minutos y haciéndolo descender a órbitas de hasta 120 kilómetros de altitud. Una diferencia de un grado y treinta minutos, por ejemplo, cada día, permite cubrir cada diez días una zona conflictiva, sobrevolando todas sus ciudades y zonas de «interés militar». Posteriormente, el Big Bird es impulsado hasta una órbita superior. (N. del m.) 2 Instrucciones de Comunicación para Informar Avistamientos Vitales de Inteligencia. (N. del t.) 48