Caballo de Troya
J. J. Benítez
Una oportuna documentación que me acreditaba como antropólogo e investigador de
lenguas muertas por la universidad de Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar
mis estudios en la universidad de Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo
galilaico, aprendido entre las sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum
palestino y el arameo literario de Qumrán, el nabateo y palmireno.
Por último -como complemento- mi preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas
pero suficientes del griego y el hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de
Cristo.
Recorrí infinidad de veces los llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era
consciente de que aquel reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la
verdad...
Tampoco quise profundizar excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la
pasión, muerte y resurrección del Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los
hechos sin ideas preconcebidas y con el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y
transmitir la verdad de lo que ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar
aquella actitud limpia y desprovista de prejuicios.
Al retornar a la base de Edwards, a finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe -y la
confirmación final llegó de labios del propio Curtiss- que, a pesar de las gestiones, al más alto
nivel, el Gobierno israelí no daba su autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del
resto del sofisticado equipo. Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del
proyecto Caballo de Troya tampoco había dado facilidades para solventar este extremo de la
cuestión.
El más estricto sentido de la seguridad, sin embargo, hacia inviable que el general pudiera
advertir a los israelitas sobre la auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer?
Después de un agitado diciembre -en el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del
«gran viaje»- el Pentágono, siguiendo las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia
que doblegó a los judíos. Desde 1959, tanto la Unión Soviética como nuestro país venían
desarrollando un programa secreto de satélites espías destinados a una mutua observación de
todo tipo de instalaciones militares, industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes»
fueron ganando en penetración, especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera
generación» en 1966. En una cuarta generación, el Pentágono con la colaboración de empresas
especializadas en fotografía (la Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había
conseguido situar en órbita un nuevo modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental
era capaz de fotografiar, a 150 kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre
que estuviera sentado en la plaza Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National
Reconnaissance Office -un departamento especializado y responsable de este tipo de
informaciones, con sede en el propio Pentágono- algunas de las características del Big Bird
terminaron por filtrarse entre los servicios de Inteligencia de otros países. El Gobierno de Golda
Meir había presionado en numerosas ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites
espías pudiera proporcionarles información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento
de rampas, nuevas construcciones, etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra
oportunidad.
Desde hacia aproximadamente año y medio -desde comienzos de 1971- el Pentágono había
empezado a trabajar en un nuevo diseño de satélites Big Bird: el KH II.
Curtiss, previa autorización del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras
entrevistarse personalmente con el presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló
nuevamente a Jerusalén. Esta vez si ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de
la Guerra, el legendario Moshe Dayan, una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso
de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar con el país amigo -Israel- montando un laboratorio
de recepción de fotografías para sus Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un
rápido y fiel sistema de control de sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación,
que ahorraba tiempo y buena parte de la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las
ocho cápsulas desechables que portaba cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en
las cercanías de Hawai. Desde un punto de vista puramente militar, la Operación resultaba,
además, de gran interés para los Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan
«inestables» (políticamente hablando) como las de las fronteras de la URSS con Irán y
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