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Caballo de Troya J. J. Benítez Cada uno de los proyectos había sido preparado exhaustivamente, hasta en sus más mínimos detalles. Yo encabezaba y defendí enconadamente el segundo de los «viajes». A través de numerosas lecturas y contactos con expertos de la universidad de Yale, había llegado al convencimiento de que Colón no fue el primer descubridor de las tierras americanas y aquélla era una magnífica oportunidad de conocer la verdad. Pero, tanto el «viaje» a la guerra de Secesión como a la isla portuguesa de Madera terminaron por ser aparcados, en beneficio del primero: el traslado en el tiempo al año 30 de nuestra era. A pesar del natural disgusto de los defensores de los proyectos eliminados, todos reconocimos que el nivel de riesgos era sensiblemente inferior en el «gran viaje» a la Jerusalén de Cristo que a la guerra de Secesión estadounidense o al siglo XV. En el caso de la exploración en tiempos de Lincoln, los astronautas elegidos podían correr evidentes peligros físicos y ni el general Curtiss ni el resto de los componentes de la Operación Caballo de Troya estábamos dispuestos a poner en juego la seguridad de nuestros hombres. En cuanto al «viaje» que yo propugnaba, la falta de precisión en la fecha exacta en que el «prenauta» pudo arribar con su carabela a la isla de Madera fue determinante. Nuestra aportación histórica, aunque rigurosa, arrojaba un inevitable margen de error1. Como un solo hombre, a partir de aquella decisiva y final determinación, los 61 miembros del equipo Caballo de Troya -de «exploración al pasado»- nos volcamos en la puesta a punto de la que iba a ser nuestra primera aventura oficial en el tiempo. No voy a negar que en aquellas semanas que siguieron a mí elección por el general Curtiss para tripular la «cuna» y «descender» en el tiempo de Jesús de Nazaret, mi estado de ánimo se vio profundamente alterado. A pesar de la innegable alegría que supuso el formar parte de la primera pareja de «exploradores» a otro tiempo, la responsabilidad de tan compleja operación me abrumó y fueron necesarios muchos días para lograr adaptarme y asimilar serenamente mi compromiso. Nunca supe con exactitud por qué el jefe del proyecto Swivel me designó para aquel «gran viaje». Es muy posible que, a la hora de valorar conocimientos y condiciones personales, otros compañeros deberían haber ocupado mi puesto por un amplio margen de méritos. Curtiss, en una de las múltiples entrevistas que celebré con él a raíz de mi nombramiento, dejó entrever que la naturaleza de la exploración exigía, fundamentalmente, la presencia de un hombre escéptico en materia religiosa. Al contrario de otros muchos miembros del equipo, yo no militaba en iglesia o movimiento religioso alguno, siendo patente mi carácter agnóstico. Por mí rígida educación científica y militar, y aunque siempre procuré respetar las creencias e inclinaciones religiosas de los demás, yo no había sentido jamás la menor necesidad de refugiarme o de buscar aliento en ideas trascendentales. ¡Qué poco podía imaginar lo que me reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el general que, en efecto, la objetividad era una de las condiciones básicas para desempeñar aquella «observación» de la historia con un mínimo de rigor. Mi trabajo en aquel «traslado» al año 30 -al igual que el de mi compañero- exigía la aceptación y cumplimiento de una norma, que se había convertido en regla de oro para la totalidad del equipo del proyecto Caballo de Troya: los exploradores no podían -bajo ningún concepto, ni siquiera el de la propia supervivencia- alterar, cambiar o influir en los hombres, grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que, sencillamente, pudieran surgir en el transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de asu