Caballo de Troya
J. J. Benítez
Difícilmente puedo describir aquellas últimas cuatro horas en el aeropuerto de Nueva York. Si
mi amigo no había logrado engañar a los empecinados agentes norteamericanos, mi seguridad
-y lo que era mucho peor: mi tesoro- corrían grave riesgo.
A las cuatro en punto de la tarde, tal y como habíamos convenido, marqué el teléfono de Efe
en Washington. Mi cómplice -al que nunca podré agradecer suficientemente su audacia y
cooperación- me saludó con la contraseña que sólo él y yo conocíamos:
-¿Desde Santurce a Bilbao...?
Voy por toda la orilla -respondí con la voz entrecortada por la emoción. Aquello significaba,
entre otras cosas, que nuestro plan había funcionado.
En cuatro palabras, mi enlace me puso al corriente de lo que había ocurrido desde el
momento en que se introdujo en el taxi. Mis sospechas eran fundadas: aquel turismo de color
negro, que se habla estacionado a corta distancia de la fachada principal de la oficina de
correos, reanudó su discreto seguimiento. Los agentes, tres en total, no podían imaginar que
mi amigo habla ocupado mi puesto y que todo aquel laberinto no tenía otro objetivo que
permitir mi fulminante salida del país.
Siguiendo las indicaciones del nuevo pasajero, el taxista -que vio incrementado el importe de
su carrera con una súbita propina de cincuenta dólares (propina que, según mi colega, le volvió
temporalmente mudo y sordo)- y ante la presumible desesperación de los hombres del FBI,
condujo su vehículo hasta el interior de la Cancillería Española, en el número 2700 de la calle
15. Allí permanecieron ambos hasta las 13.30. A esa hora, uno de los vuelos regulares
despegaba de Washington, situándome, como ya he referido, en la ciudad de Nueva York.
El desconcierto de los «gorilas» -que habían esperado pacientemente la salida del taxi- debió
de ser memorable al ver aparecer el citado vehículo, pero con otros dos ocupantes en el asiento
posterior. Mi amigo, que había abandonado la gabardina y la bolsa en el interior de la
cancillería, se encasquetó una gorra roja y se hizo acompañar por uno de los funcionarios y
amigo.
El FBI mordió nuevamente el cebo y, creyendo que yo seguía en el interior de la embajada,
siguió a la espera.
« Es posible -comentó divertido el reportero de Efe- que aún sigan allí...»
A las 19.15 horas, con los documentos sólidamente adheridos a mi pecho y espalda y -por
qué negarlo- al borde casi de la taquicardia, el vuelo 904 de la TWA me levantaba a diez mil
metros, rumbo a España.
Al día siguiente, sábado, una vez confirmado mi aterrizaje en Madrid-Barajas, el colega se
personó en el hotel, recogiendo mi maleta y saldando la cuenta. Por supuesto, y tal como
sospechaba, los cilindros de cartón que había certificado en Washington, jamás llegaron a su
legítimo destino...
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