Caballo de Troya
J. J. Benítez
Antes de acostarme, y en previsión de que mi teléfono estuviera intervenido, marqué el
número de la Cancillería Española, haciéndole saber a la persona que me atendió que era amigo
del señor Garzón, consejero de Información, y que, por favor, le dejara escrito que le
telefonearía hacia las 13 horas del día siguiente. De esta forma, y en el más que probable
supuesto de que mi conversación hubiera sido grabada, el FBI recibía así la confirmación a lo
que, sin duda, habían leído en mi habitación.
Dejé prácticamente hecha la maleta y me dispuse a descansar. Pero al ir a cepillarme los
dientes, recibí otra sorpresa. Aquellos malditos agentes habían perforado -de parte a parte y
por tres puntos- el tubo de la pasta dentífrica. Al revisar la crema de afeitar, tal y como me
temía, encontré el tubo igualmente agujereado.
«¿De qué habrán sido y de qué serán capaces estos "gorilas"?», empecé a preguntarme con
inquietud.
Aquella noche, y por lo que pudiera acontecer, eché la cadena de seguridad y apuntalé la
puerta con la única silla existente en la habitación. Como última precaución, decidí no despegar
los documentos de mi pecho y espalda. En contra de lo que yo mismo podía suponer, aquella
incómoda carga no fue óbice para que el sueño terminara por rendirme. Tenía gracia. Era la
primera vez que dormía con un «alto secreto»..., entre pecho y espalda.
De acuerdo con el plan trazado la tarde anterior en la sede de la agencia de noticias Efe, a
las diez en punto de la mañana del viernes deposité la llave de mi habitación en la conserjería,
dirigiéndome seguidamente a uno de los taxis que aguardaban a las puertas del hotel.
Tras desayunar en la habitación, había procedido a rellenar los cartuchos de cartón con parte
de mi ropa sucia -pañuelos y calcetines, fundamentalmente-, cerrándolos nuevamente y
escribiendo en cada uno de ellos mi nombre, apellidos y dirección en Vizcaya. Y aunque el
tiempo en Washington D.C. era fresco y soleado, me enlundé una gabardina color hueso.
Con las cámaras al hombro y los cilindros del mayor entre las manos me introduje en el taxi,
pidiéndole que me llevara hasta el Main Post Office o Central de Correos de la ciudad.
Si el FBI seguía mis movimientos, aquellos cartuchos y mi colega, el periodista, me
ayudarían a darles un buen esquinazo.
A las 10.30 horas, el taxista detenía su vehículo frente al edificio de correos. Con la promesa
de una excelente propina, le rogué que esperase unos minutos; el tiempo justo de franquear y
certificar ambos paquetes. El hombre accedió amablemente y yo salté del coche, al tiempo que
observaba cómo un turismo de color negro rebasaba el taxi, aparcando a unos ochenta o cien
metros por delante.
Con el presentimiento de que los ocupantes de aquel vehículo tenían mucho que ver con los
que habían irrumpido y registrado mi habitación la noche anterior, me adentré en la concurrida
central. Gracias a Dios, mi amigo esperaba ya en el interior. A toda velocidad, y ante los
atónitos ojos de una jovencita que rellenaba no sé qué impresos en la misma mesa donde me
había reunido con el reportero de Efe, me quité la gabardina y se la pasé a mi compañero.
Escribí la matrícula del taxi en uno de los formularios que se alineaban en los casilleros y, al
entregarle el papel, le advertí -en castellano- que tuviera cuidado con el turismo que había visto
aparcar a escasa distancia del taxi.
Siguiendo el plan previsto, mí colega se embutió en la gabardina, mientras yo me confundía
entre el gentío, en dirección a la ventanilla de facturación de paquetes. Si todo salía bien, a los
cinco minutos, el periodista debería introducirse en el taxi que esperaba mi retorno. Con el fin
de hacer aún más difícil su identificación, le pedí que acudiera hasta la oficina de correos con
una bolsa del mismo color y lo más parecida posible a la que yo cargaba habitualmente.
Cuando el funcionario guard