Test Drive | Page 33

Caballo de Troya J. J. Benítez Mi intuición no falló esta vez. Al aproximarme a la puerta principal del hotel descubrí que el coche azul metalizado había desaparecido. Al reclamar mi llave en conserjería observé que los empleados eran otros. Y aunque últimamente los dedos se me hacían huéspedes, comprendí que se trataba de un nuevo turno. Di orden para que me despertasen a las 8.30 del viernes y con un preocupante hormigueo en el estómago, tomé el camino de la sexta planta. No podía borrar de mi mente la sospechosa circunstancia de que el vehículo del FBI no se encontrara ya frente al hotel. ¿Qué podía haber sucedido en estas tres horas? No necesité mucho tiempo para averiguarlo. Nada más cerrar la puerta de mi habitación, mis ojos se clavaron en el pequeño escritorio. ¡Los rollos vírgenes que yo había alineado de forma premeditada sobre la lámina de cristal que cubría la mesa habían desaparecido! Antes de proceder a una rigurosa inspección general, abrí la bolsa de las cámaras, comprobando con alivio que mis máquinas seguían allí. Sin embargo, tal y como había supuesto, también los rollos -a medio impresionar- que yo había sustituido en el último momento habían sido extraídos (posiblemente rebobinados) de las respectivas cajas. El resto del equipo seguía intacto. Los cilindros de cartón, repletos de película, no parecían haber llamado la atención de los intrusos. Seguían en el fondo de la bolsa, cubiertos por las minitoallas verdes que yo suelo «tomar prestadas» en los hoteles donde acierto a cobijarme y que, siguiendo la costumbre de mi maestro y compadre Fernando Múgica, suelo utilizar para evitar los choques y roces entre cámaras y objetivos. Tampoco las cuatro o cinco níspolas que yo había recogido en Arlington habían sido sustraídas por los agentes. Porque, a estas alturas, y tal y como pude confirmar minutos más tarde, saltaba a la vista que mi habitación había sido registrada por el FBI. (Por una vez en mi vida había acertado de pleno.) En un primer chequeo pude deducir que el resto de mis enseres -maleta, ropa, útiles de aseo, etc.- seguía donde yo los había dejado. El individuo o individuos que habían irrumpido en la estancia habían sido sumamente cuidadosos, procurando no alterar el rígido orden que siempre impongo a mi alrededor. Aquellos tipos buscaban información -cualquier dato que pudiera estar relacionado con el mayor o con el «amigo» que yo decía estar buscando- y no iba a tardar en confirmarlo. Algo más tranquilo después de aquel rápido inventario, me situé frente a la papelera en la que había arrojado los trocitos de papel, así como las colillas de uno de los cenicer