Caballo de Troya
J. J. Benítez
Rasgué la hoja en trozos pequeños y los dejé caer en la papelera metálica, separando
previamente uno de los cuadraditos de papel en el que podía leerse el siguiente fragmento:
éfono 6525. Deposité esta parte del escrito en el suelo de la habitación, muy cerca de la
papelera, como si en la maniobra -al lanzar los papeles-, uno de ellos hubiera caído fuera del
recinto.
Después vacié uno de los ceniceros en la citada papelera y procedí a desordenar la cama,
arrugando minuciosamente las sábanas.
A las seis y treinta, tal y como esperaba, sonó el teléfono. El empleado, en un tono mucho
más amable, me recordó la hora.
-Muchas gracias -repuse, aprovechando la oportunidad para rematar mi plan-. Por cierto,
quisiera ir al cine... ¿Sabe si hay alguno por aquí cerca?
-Sí señor... ¿Qué tipo de película desea ver el señor...?
-Bueno, si es tan amable, vaya mirándolas usted mismo. Ahora bajo.
Al colgar me froté las manos. A pesar de los pesares, aquello resultaba electrizante...
Por último, y antes de abandonar la habitación, envolví cuidadosamente mi cuaderno de
notas en un par de periódicos, escondiendo entre sus páginas la carta que había rescatado del
box número 21. Comprobé que llevaba el pasaporte, los billetes -todavía «abiertos»- de mi
viaje de regreso a España, vía Nueva York, y mis últimos treinta dólares y, abriendo la puerta,
empujé el carrito del almuerzo hasta el pasillo. Retiré el cartel de No molesten y cerré. Al
encaminarme hacia el ascensor pasé ante una bandeja -con algunos restos de comida- que
había sido depositada en el piso, junto a otra de las habitaciones. De pronto recordé las grapas
y, retrocediendo, tomé mi botella de vino, cambiándola sigilosamente por la de aquel huésped.
Una vez en el hall conversé sin prisas con el recepcionista, que, gentilmente -y a petición
mía- me acompañó hasta la calle, señalándome el camino más corto para llegar al cine elegido.
Simulé no haber comprendido bien y el hombre repitió sus indicaciones con todo lujo de
detalles. Tanto él como yo observamos furtivamente el coche azul metalizado, que continuaba
aparcado a corta distancia. Aquella comedia, en realidad, formaba parte de la segunda fase de
mi plan. Deseaba que quedara perfectamente establecido que, en el transcurso de las dos horas
siguientes, yo iba a tratar de disfrutar pacíficamente de una película. Y, naturalmente, era vital
hacerse notar...
Con las manos en los bolsillos y el «dietario de campo» bien sujeto bajo el brazo, camuflado
entre los periódicos, fui alejándome con aire distraído, como quien inicia un apacible paseo. El
peso de los folios -en especial los del tórax- empezaba a lastimarme.
Con dos o tres paradas, aparentemente casuales, frente a otros tantos comercios, fue más
que suficiente como para comprobar que los agentes no se habían movido del interior del
turismo. Con aquel paso igualmente displicente desaparecí de la calle 17, en busca de la
populosa avenida de Pennsylvania, entre cuyos restaurantes, galerías comerciales, pub y
cinematógrafos siempre resulta más fácil pasar inadvertido.
Adquirí un boleto y a las siete y media penetraba en una de las salas de proyección. Pero mi
intención no era ver una película. A los 15 minutos, y ante la indiferencia del portero, abandoné
el cine, dirigiéndome a una cabina telefónica.
Aunque me hallaba muy cerca de la calle 14, estimé que era mucho más prudente llamar
primero a la oficina de la agencia Efe en Washington. Uno de los periodistas -viejo amigo- iba a
jugar un papel decisivo en esta última parte del plan. Como era de esperar, el primer número
comunicaba sin cesar. Marqué el segundo -3323120- y, al fin, logré hablar con la redacción.
No me vi forzado a darle demasiadas explicaciones. El compañero y colega, cuya identidad
no puedo revelar, por razones obvias, intuyó que me ocurría algo fuera de lo normal y aceptó
verme de inmediato.
A eso de las ocho y media de la noche retrocedí hasta McPherson Square y, convencido de
que nadie me seguía, me deslicé rápidamente hacia el vetusto ascensor del National Press
Building, en la mencionada calle 14 del sector NW de la ciudad. Mi amigo me aguardaba en el
departamento 969, sede de la agencia Efe.
Una hora después, con el mismo aire de despreocupación, empujaba la puerta giratoria del
hotel. De buen grado, y sin hacer demasiadas preguntas, el periodista me había prometido su
ayuda. A las diez de ¡a mañana del día siguiente -tal y como habíamos acordado- se
presentaría en mi hotel..
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