Caballo de Troya
J. J. Benítez
el clavo con la derecha. Al desenterrarlo del empeine, la sangre brotó de nuevo, formando una
enorme rosa rojiza sobre la citada cara del pie.
Antes de situarse frente al izquierdo, el verdugo comprobó si su compañero, encaramado en
lo alto de la escalera, había anudado la maroma al patibulum. Esperó a que rematara la lazada
central y, acto seguido, repitió la extracción del segundo clavo. Tampoco en esta ocasión se
registró problema alguno. El cuerpo del Maestro colgaba ya, inerme, escurriendo sangre desde
las puntas de los pies.
Los dedos gruesos, como dije, se hallaban visiblemente separados del resto, muy forzados
hacia el eje central del cadáver. Buena parte del volumen sanguíneo acumulado en las piernas,
y que había quedado relativamente represado por los propios clavos, al desaparecer el efecto
hemostático comenzó a fluir, convirtiendo aquella parte de la roca en un extenso charco en el
que los legionarios resbalaron varias veces.
Libres ya los pies, otros dos soldados se aferraron a ambos lados del árbol y un tercer y
cuarto legionarios, saltando sobre los hombros de aquellos, se dispusieron a repetir la
operación de izado del madero transversal.
Pendiente de aquellas maniobras no caí en la cuenta de que la minúscula representación del
Sanedrín se había visto incrementada por otro grupo de sacerdotes, recién llegados a la base
del Gólgota. Aquellos sanedritas estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...
Al unísono, los infantes situados por debajo de cada uno de los extremos del patibulum y el
que sujetaba la cuerda desde lo alto de la escalera hicieron fuerza, elevando el leño hasta que
la afilada punta de la stine quedó fuera del orificio central del referido patibulum.
En ese preciso instante, el soldado de la escalera dio un grito, advirtiendo a los que
controlaban la maroma desde el suelo y a espaldas de la cruz que podían ir aflojando. Y así lo
hicieron. Jesús y el madero fueron bajando lentamente, palmo a palmo. Unos centímetros antes
de que los pies tocaran la roca, el verdugo agarró los tobillos del Maestro, echándose atrás, de
forma que el cadáver llegó al suelo totalmente horizontal.
Al retroceder tropecé sin querer con alguien. Cuando me disponía a disculparme, descubrí al
anciano José, el de Arimatea, a quien acompañaba otro judío de apenas 1,50 metros de
estatura.
José se alegró al verme. Esbozó una triste sonrisa y me presentó a su compañero:
Nicodemo, miembro como él del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de
Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca
suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado
del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada
siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las
alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la
custodia de su Maestro. Por lo visto, este tipo de peticiones no era infrecuente. Muchos de los
familiares y amigos de los ejecutados tenían por costumbre recurrir a la máxima autoridad
romana y, a cambio de dinero o regalos, conseguían sus propósitos. José también había llevado
una fuerte suma al Pretorio. Pero, cuando Pilato conoció las intenciones de su viejo amigo,
rechazó el dinero, firmando en el acto la autorización.
Lo malo fue que José y Nicodemo llegaron al patíbulo poco después que sus fanáticos
compañeros del Sanedrín...
El centurión desenrolló el papiro y, tras leer atentamente el texto, asintió, dando su
conformidad.
Pero la inesperada presencia de los dimitidos miembros del Consejo de Justicia Judío al pie
de las cruces movilizó de inmediato a los saduceos. Los sacerdotes vieron perfectamente cómo
José entregaba el rollo al oficial y sospecharon que los discípulos del Galileo trataban de
apoderarse del cadáver.
Entretanto, el verdugo había logrado desclavar la muñeca izquierda de Jesús. Y cuando se
disponía a hacer otro tanto con el último clavo, un súbito griterío le detuvo. La patrulla y todos
nosotros vimos entonces cómo varios de los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto
del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.
Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila,
cubrieron el borde este de la peña, cerrando el paso a los furiosos sacerdotes. Estos, al alcanzar
el final del callejón que conducía al promontorio, se detuvieron en seco, estupefactos ante los
reflejos de las amenazantes espadas.
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