Test Drive | Page 322

Caballo de Troya J. J. Benítez el clavo con la derecha. Al desenterrarlo del empeine, la sangre brotó de nuevo, formando una enorme rosa rojiza sobre la citada cara del pie. Antes de situarse frente al izquierdo, el verdugo comprobó si su compañero, encaramado en lo alto de la escalera, había anudado la maroma al patibulum. Esperó a que rematara la lazada central y, acto seguido, repitió la extracción del segundo clavo. Tampoco en esta ocasión se registró problema alguno. El cuerpo del Maestro colgaba ya, inerme, escurriendo sangre desde las puntas de los pies. Los dedos gruesos, como dije, se hallaban visiblemente separados del resto, muy forzados hacia el eje central del cadáver. Buena parte del volumen sanguíneo acumulado en las piernas, y que había quedado relativamente represado por los propios clavos, al desaparecer el efecto hemostático comenzó a fluir, convirtiendo aquella parte de la roca en un extenso charco en el que los legionarios resbalaron varias veces. Libres ya los pies, otros dos soldados se aferraron a ambos lados del árbol y un tercer y cuarto legionarios, saltando sobre los hombros de aquellos, se dispusieron a repetir la operación de izado del madero transversal. Pendiente de aquellas maniobras no caí en la cuenta de que la minúscula representación del Sanedrín se había visto incrementada por otro grupo de sacerdotes, recién llegados a la base del Gólgota. Aquellos sanedritas estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso... Al unísono, los infantes situados por debajo de cada uno de los extremos del patibulum y el que sujetaba la cuerda desde lo alto de la escalera hicieron fuerza, elevando el leño hasta que la afilada punta de la stine quedó fuera del orificio central del referido patibulum. En ese preciso instante, el soldado de la escalera dio un grito, advirtiendo a los que controlaban la maroma desde el suelo y a espaldas de la cruz que podían ir aflojando. Y así lo hicieron. Jesús y el madero fueron bajando lentamente, palmo a palmo. Unos centímetros antes de que los pies tocaran la roca, el verdugo agarró los tobillos del Maestro, echándose atrás, de forma que el cadáver llegó al suelo totalmente horizontal. Al retroceder tropecé sin querer con alguien. Cuando me disponía a disculparme, descubrí al anciano José, el de Arimatea, a quien acompañaba otro judío de apenas 1,50 metros de estatura. José se alegró al verme. Esbozó una triste sonrisa y me presentó a su compañero: Nicodemo, miembro como él del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la custodia de su Maestro. Por lo visto, este tipo de peticiones no era infrecuente. Muchos de los familiares y amigos de los ejecutados tenían por costumbre recurrir a la máxima autoridad romana y, a cambio de dinero o regalos, conseguían sus propósitos. José también había llevado una fuerte suma al Pretorio. Pero, cuando Pilato conoció las intenciones de su viejo amigo, rechazó el dinero, firmando en el acto la autorización. Lo malo fue que José y Nicodemo llegaron al patíbulo poco después que sus fanáticos compañeros del Sanedrín... El centurión desenrolló el papiro y, tras leer atentamente el texto, asintió, dando su conformidad. Pero la inesperada presencia de los dimitidos miembros del Consejo de Justicia Judío al pie de las cruces movilizó de inmediato a los saduceos. Los sacerdotes vieron perfectamente cómo José entregaba el rollo al oficial y sospecharon que los discípulos del Galileo trataban de apoderarse del cadáver. Entretanto, el verdugo había logrado desclavar la muñeca izquierda de Jesús. Y cuando se disponía a hacer otro tanto con el último clavo, un súbito griterío le detuvo. La patrulla y todos nosotros vimos entonces cómo varios de los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados. Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila, cubrieron el borde este de la peña, cerrando el paso a los furiosos sacerdotes. Estos, al alcanzar el final del callejón que conducía al promontorio, se detuvieron en seco, estupefactos ante los reflejos de las amenazantes espadas. 322