Test Drive | Página 321

Caballo de Troya J. J. Benítez A las 15.45, ambos dejaban de existir. A pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los condenados, se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es que, ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. El grueso de los romanos se afanaba en los preparativos del descenso de los ajusticiados. Supongo que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin pensarlo dos veces> picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20 centímetros. Pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de retirar el arma. Sin embargo, la punta en flecha del pilum tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo intento, el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la lanzada noté que había entrado entre la quinta y sexta costillas, con una trayectoria lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano muscular intercostal, las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la aurícula derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre líquida, una vez producido el óbito. En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó. En cuanto al «agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del derrame sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que rellena la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras pulmonares. (La visceral, como se sabe, se adhiere íntimamente al pulmón y la parietal tapiza las paredes del tórax; por debajo cubre el pulmón y por debajo, el diafragma, excepto su centro. Por dentro protege la cara mediastínica y por fuera, la cara interna de las costillas.) Cuando la lanza desgarró estas pleuras, el citado líquido, al variar la presión, terminó por escapar, derramándose inmediatamente detrás de la hemorragia sanguinolenta. A su manera, el joven Juan había dicho la verdad... Pero las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido. Al ceder la oscuridad y el fuerte viento, las moscas y los insectos cayeron sobre los cuerpos de los crucificados, convirtiendo sus heridas en coronas negruzcas y palpitantes. Con una dilatada experiencia en este tipo de ejecuciones, el verdugo encargado de los enclavamientos sugirió al oficial que se iniciase la operación del descendimiento por el reo que llevaba más tiempo muerto. Longino asintió. También él sabía que la rigidez cadavérica no tardaría en empezar, dificultando los trabajos propios del traslado a la Géhenne. Era sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno de los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces y transportarlos a la fosa común. Juan, que seguía atentamente los movimientos de los soldados, no se había movido de las proximidades del patíbulo. Atendió durante breves minutos a otro de los «correos» de David Zebedeo -informándole del fallecimiento del Maestro- y, una vez alejado el mensajero, continuó al pie del cabezo, visiblemente desmoralizado. Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del descendimiento, reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había empezado a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió al momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia. Pero ninguno dijo nada. El verdugo, sin pérdida de tiempo, empezó a manipular la cabeza del clavo que atravesaba el pie derecho del Maestro, mientras otros soldados situaban la escalera de mano por detrás de la stipe, preparando de nuevo la larga soga que habían utilizado en los levantamientos. Con una estudiada precisión, el legionario aprisionó la base del clavo con ambas manos, haciéndolo oscilar arriba y abajo. Sabiamente, el responsable del enclavamiento había dejado dicha cabeza a unos ocho o diez centímetros por encima de la piel. De esta forma disponía de espacio suficiente para manejarlo. A los pocos segundos, con un fuerte tirón, la punta metálica quedaba fuera de la madera y la extremidad inferior del Galileo se relajó totalmente, oscilando ligeramente en el