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Caballo de Troya J. J. Benítez preguntas. Entiendo que el paulatino regreso de las aves a las murallas del Templo y de la ciudad contribuyó decisivamente a sosegar los temblorosos ánimos. Muchos recibieron con alborozo este masivo retorno de palomas y golondrinas a Jerusalén y se animaron a cruzar de nuevo el umbral del portalón de Efraím. El centurión, Arsenius, sus hombres y yo mismo respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de aquellas palomas grisazuladas hizo un alto en su vuelo hacia la ciudad santa, posándose en los maderos transversales de las cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo segundos más tarde. La vuelta de la espantada muchedumbre a Jerusalén fue mucho más tranquila. En esta ocasión sí llegaron a detenerse frente al patíbulo, observando en silencio o interrogando a los saduceos. Estos aprovecharon la oportunidad para anunciar a los cuatro vientos que el Galileo había muerto y que, «casi con seguridad, el responsable de aquel terremoto era Jesús, aliado de Belcebú...» La mayoría no prestó demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos -arrastrados por la vehemencia de los sacerdotes-volvieron a insultar al Maestro, engrosando el número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca. La atención del oficial y de los legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al patíbulo de tres soldados procedentes de la fortaleza Antonia. Después de saludar a Longino le explicaron el motivo de su presencia en la roca: traían órdenes expresas del procurador de rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la Géhenne, al sur de la ciudad. El oficial interrogó a los legionarios sobre la razón que había impulsado a Poncio a tomar una decisión tan aparentemente precipitada. Según explicaron, poco antes del seísmo, un grupo de sanedritas había visitado de nuevo al gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el deseo del pueblo de Jerusalén»; a saber: que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados antes de la caída del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, como es sabido, era el día de la Preparación. Pilato -cuyo estado de ánimo se hallaba fuertemente impactado por las «tinieblas»- accedió, cursando las órdenes oportunas a Civilis para que enviara algunos hombres. Longino no disimuló su extrañeza. Si aquellos mensajeros, en lugar de ser legionarios, hubieran sido sanedritas, probablemente no habría aceptado. A él, en el fondo, las costumbres judías le traían sin cuidado. Por un lado, aquel cambio de planes le molestaba profundamente. Apenas habían transcurrido dos horas y media desde que iniciaron los laboriosos trabajos de izado y enclavamiento de los «zelotas» y se le exigía la no menos engorrosa y desagradable tarea de desclavarlos y transportarlos a la tumba común de los criminales... Claro que, por otra parte, aquella contraorden también presentaba un cierto atractivo. Si las operaciones se desarrollaban con presteza, aquella noche no transcurriría al raso, expuestos a nuevas tormentas ni al rigor de la vigilancia. Así que, dispuestos a terminar con el caso, el oficial y Arsenius ordenaron el descendimiento de los «zelotas» y del Galileo. Longino advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro ya había muerto. Y los tres legionarios, que venían provistos de sendos bastones, idénticos a los que yo había visto utilizar en el apaleamiento del soldado romano, tomaron posiciones. Dos frente a Dismas y el tercero a la derecha del segundo guerrillero, también, como sus compañeros, a medio metro escaso de las extremidades inferiores de Gistas. Un cuarto legionario, e 7FV