Test Drive | Page 319

Caballo de Troya J. J. Benítez Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a regresar a Jerusalén. Mientras ascendía nuevamente a lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les había paralizado. Pensé que, una vez consumada la muerte del «odiado impostor», se retirarían. ¡Qué equivocado estaba...! Cuando Jude y las mujeres se alejaban por el polvoriento sendero, Longino y Arsenius, que se ocupaban con varios hombres en la comprobación de daños y en la estabilidad de las cruces, se sobresaltaron nuevamente. La puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente, enloquecida y vociferante que, al parecer, huía de la ciudad. Ante la terrible posibilidad de un nuevo seísmo, miles de ciudadanos y peregrinos, a quienes las dos sacudidas habían sorprendido en Jerusalén, eligieron el inmediato abandono de las callejuelas de la ciudad santa, en busca de terreno abierto. Cientos de hombres, mujeres y niños -muchos de ellos cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados interrumpieron su inspección, reforzando la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los « zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad. Poco antes de la puesta del sol, cuando, al fin, tuve oportunidad de entrar en Jerusalén, consulté sobre los posibles daños ocasionados por los temblores. Según Elías Marcos y José de Arimatea, las sacudidas habían provocado mucho más miedo que destrozos materiales. Las edificaciones, casi todas de una o dos plantas y de materiales ligeros, habían aguantado las acometidas. Se produjeron algunos pequeños derrumbes pero, afortunadamente, los lesionados no eran muchos ni de consideración. Uno de los hechos que sí provocaría un sinfín de comentarios -llegando a ser registrado, incluso, por los evangelistas- fue la ruptura de uno de los dos grandes velos o cortinajes situados frente al Debir o «lugar santísimo» (también llamado «oráculo») y al Hekal o «lugar santo», que precedía al primero. Al hallarse ambos en el interior del Santuario me fue imposible verificar los rumores, aunque todas las noticias pronunciadas por los hebreos en voz baja y con una alta carga de superstición- hacían referencia al primero y más importante1: el que cerraba el paso hacia la siempre misteriosa estancia cúbica de 9 metros de lado, considerada la «morada de Dios» y en la que se levantaban los dos querubines de 4,50 metros de altura, bellamente esculpidos en madera de olivo y chapados en oro. ¡Cuánto hubiera dado por p