Caballo de Troya
J. J. Benítez
Ante el desconcierto general, solamente surgieron las ondulantes, lentas y superficiales
«Love» (que de «amorosas» no tuvieron nada).
En la segunda sacudida, en cambio, sí aparecieron las ondas «P» y «S» y, por último, las «L».
Los científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y
más intenso sismo en una magnitud de 6,81.
Hasta aquí, todo casi «normal», dentro de lo que es y supone un cuadro sísmico, excepción
hecha de la ya mencionada ausencia de las ondas «de empuje» y de las «secundarias». Pero el
desconcierto de los hombres de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del
segundo temblor y de los correspondiente «paquetes» de ondas, el módulo entero se
estremeció y crujió por tercera vez. En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían
enmudecido. Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue
¡una onda expansiva! Y lo más increíble es que aquella onda expansiva -viajando a razón de
300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma área donde los expertos en
Sismología habían ubicado el epicentro del terremoto: a unos 750 kilómetros al sur-sureste de
Jerusalén, en pleno desierto, muy cerca del actual limite entre Jordania y Arabia y al sur de la
actual población de Sakaka.
Cuando se ultimaron las comprobaciones, el general Curtiss y todos nosotros nos vimos
desbordados por los resultados: aquel tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas
obedecían a los efectos de una explosión nuclear subterránea. Sinceramente, quedamos mudos
por la sorpresa...
Al hecho incuestionable de la escasa sismicidad de Palestina -muy inferior a las de Grecia,
Italia y España, por poner algunas comparaciones (en el período comprendido entre 1901 y
1955, por ejemplo, se registraron en Israel y zonas limítrofes del actual Líbano y Siria un total
de 13 seísmos2. Según Karnik, que hizo públicos los datos en 1971, de éstos, 1