Caballo de Troya
J. J. Benítez
El pánico y el sofocante mareo fueron tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude
gritar ni pronunciar palabra alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la
roca, sólo fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir! Las sucesivas convulsiones del
terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del
suelo.
Hoy, después de la amarga experiencia, recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del
peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y
chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial.
Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni
medida. Fueron, sencillamente, eternos. El trueno que parecía nacer de cada centímetro
cuadrado del suelo y la violenta agitación de la Naturaleza tuvieron, sin embargo, una duración
relativamente corta: 47 segundos, según el instrumental del módulo. A mí, aquellos 47
segundos se me antojaron siglos...
Al cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse. Y un silencio de muerte cayó sobre la peña y
sus alrededores.
Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la «vara de Moisés». Ahora era el