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Caballo de Troya J. J. Benítez Sin embargo, los dos sismógrafos «Teledyne» y «Geotech», instalados por Caballo de Troya para medir y valorar el terremoto a que hace alusión el evangelista Mateo en su texto sagrado (27,51) -y del que yo, sinceramente, me había olvidado por completo- no registraban señal alguna. Ambos, especialmente diseñados por los especialistas del Centro Nacional de Terremotos y Meteorología de Tokio –y en los que colaboró decisivamente el profesor Nagamune, jefe de Información de Pronósticos de Terremoto-, fueron ubicados por los expertos en dos de los soportes o « trenes» de aterrizaje de la «cuna». En el delicado proceso de miniaturización y adaptación a nuestra nave, uno de los aparatos fue convertido en sismógrafo «horizontal», y el segundo en «vertical». Los pesados péndulos fueron sustituidos por sendos haces de luz láser, capaces de registrar las ondas de sismos profundos (hasta 720 kilómetros) y, naturalmente, las procedentes de movimientos intermedios o someros, con una profundidad límite de 7 kilómetros bajo la superficie. En el «horizontal» -especialmente programado para los movimientos de vaivén o de «rodillo» del terreno-, el espejo tradicional que sirve como registro fotográfico había sido eliminado. Los impulsos del láser quedaban codificados al instante sobre un papel especial, pudiendo ampliar las vibraciones por encima de las 100000 veces. En cuanto al de «péndulo-láser» de conformación vertical, preparado para los movimientos de comprensión, se hallaba en contacto con un papel térmico y un registro tradicional de cinta magnética. Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera sacudida. Recuerdo un pequeño detalle que, en las primeras décimas de segundo, contribuyó aún más a duplicar mi confusión. Uno de los legionarios, por orden del optio, había tomado entre sus manos la vasija encerrada en la malla de cuerdas y se disponía a arrojar parte del agua de la misma sobre las llamas de la hoguera. Y así lo hizo. Pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata, el primer «tirón» del terreno le desequilibró y el chorro de agua fue a estrellarse sobre el rostro de otro compañero, que permanecía sentado muy cerca del fuego. El legionario cayó sobre la roca y también la cántara, que se quebró en pedazos. Aquella oscilación del suelo produjo la fulminante incorporación de los soldados que se hallaban sentados, quienes, aturdidos, no tuvieron tiempo ni de mirarse unos a otros. Aunque en las comprobaciones posteriores se estimó que la primera onda sísmica apenas si tuvo una duración de 16 segundos, el desplazamiento horizontal de los estratos -en forma de vaivén-, llevaba una potencia suficiente como para derribar a varios de los infantes. En mi caso, lo que más me consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro... Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a chillar, víctimas del mismo pánico que nos inundaba a todos. Pero, súbitamente, de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento. Longino y el suboficial, pálidos como la piel de Jesús, esperaron unos segundos. Sus miradas estaban fijas en los extremos superiores de las cruces. Pero las stipes, al cesar el temblor, habían quedado tan inmóviles como antes del sismo. Y el oficial, con muy buen criterio, se dirigió a sus hombres, gritándoles: -¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...! La patrulla, incluidos los centinelas, obedeció al momento, precipitándose por el canalillo de acceso al Gólgota. En la atropellada huida del patíbulo, algunos de los soldados olvidaron sus escudos y cascos. Cuando el oficial estaba a punto de descender hacia el camino, se detuvo, y, girando sobre sus talones, regresó hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese momento, mi corazón se astilló por el miedo: un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse por el Este. Casi simultáneamente se dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los dos a un mismo tiempo- y me sentí violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante superficie del Calvario. (Es curioso pero, al ver y sentir aquellas vibraciones de la roca, me vino a la memoria la escena de los espasmos de la carne de vaca recién sacrificada...) Desde el suelo, impotente para levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también y cómo las cruces acusaban aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo que hizo estremecer los cuerpos de los judíos. Una de las stipes situada por detrás de los crucificados -la que se hallaba ligeramente inclinada- se bamboleó como un junco agitado por el viento, desplomándose. 316