Caballo de Troya
J. J. Benítez
Mi compañero en el módulo se apresuró a confirmar lo que yo estaba viendo. Poco a poco,
sin prisas, como dejándose ver, el objeto se dirigió hacia Levante, desapareciendo por detrás
del monte de las Aceitunas.
Aquel singular «amanecer» fue acogido por los legionarios y por el escaso grupo de mujeres
y saduceos que seguían junto al peñasco con vivas muestras de alegría y asombro. Otro tanto
ocurrió en la ciudad. Sus habitantes estimaron esta «liberación» del sol como un signo de buen
augurio.
Fue entonces, mientras el gigantesco disco rompía su estacionario, alejándose, cuando el
centurión, volviéndose hacia la cruz en la que colgaba el Maestro, golpeó la coraza que protegía
su tórax con el puño derecho y, sosteniendo esta actitud de saludo, sentenció:
-¡Ciertamente era un hombre integro...! Realmente ha debido ser el Hijo de Dios...
Los soldados, inquietos, pidieron instrucciones al optio y al oficial. Pero ni Arsenius ni
Longino supieron qué hacer. Sencillamente, como medida de seguridad, doblaron la guardia.
Algo intuían aquellos hombres cuando actuaron así. Y no se equivocaban...
Al desaparecer la penumbra, la luz del sol iluminó a los crucificados, desvelando todo el
horror de aquellos cuerpos desangrados, grotescamente convulsionados y cubiertos de arena.
Los «zelotas» continuaban inconscientes y así siguieron -afortunadamente para ellos- hasta que
llegaron aquellos tres nuevos legionarios...
La piel del Galileo, a pesar de la gruesa película de polvo que se había adherido a sus
desgarros, cabellos, coágulos y manchas de sangre, pronto empezarla a resaltar con la típica
tonalidad marmórea de los cadáveres. El olor de las heces hacía insoportable la estancia junto a
la cruz y los infantes que no montaban guardia se retiraron hasta el filo del patíbulo. La
situación se hizo algo más llevadera cuando, nada más «salir» el sol, el viento volvió a soplar
desde el Este, aunque. mucho más debilitado que en las horas precedentes. Es ahora, con la
perspectiva del tiempo, cuando me he hecho una pregunta que entonces no llegué a intuir
siquiera: ¿Tuvo algo que ver la presencia de aquel formidable objeto con la extraña quietud que
sobrevino al mismo tiempo que las «tinieblas» y con el posterior recrudecimiento del viento? El
científico no tiene respuesta pero el hombre intuitivo que también llevo dentro me dice que sí...
Noté una lógica alarma entre las mujeres y en Juan y el hermano de Jesús. La absoluta
inmovilidad de su Maestro empezaba a extrañarles. Mi estado de ánimo era tan menguado que
me volví de espaldas, no deseando tropezar con la mirada del joven Zebedeo. Entonces, hacia
el Oeste, percibí una curiosa agitación entre las bandadas de pájaros que anidaban
generalmente en los muros de la ciudad. A pesar del viento, habían remontado el vuelo,
dispersándose en total desorden. Me encogí de hombros. Sin embargo, casi a la par, una
confusa algarabía me hizo volver la cabeza hacia la muralla. Lo que vi me dejó perplejo. Por la
puerta de Efraím había empezado a salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Yo
sabía que había canes en Jerusalén, pero nunca creí que fueran tantos. Parecían nerviosos, muy
excitados y, sobre todo, atemorizados. Como si algo o alguien les hubiera puesto en fuga
repentinamente. Pero ¿quién?
Longino y yo nos miramos sin comprender e igualmente alarmados. ¿Qué estaba ocurriendo
en Jerusalén?
Los chuchos cruzaron a la carrera por delante del peñasco, en dirección a los campos del
norte y noroeste. Algunos, jadeantes y husmeando el terreno sin cesar, treparon a lo alto del
Gólgota, pero fueron rápidamente expulsados por los legionarios.
A los pocos segundos, una comunicación desde la «cuna» me estremecía, explicando en
parte el anómalo comportamiento de aquellos animales: los sensores de a bordo habían
empezado a detectar una serie de gases, con alto contenido de azufre, así como un ligero
incremento de la temperatura a nivel del suelo.
Eliseo no estaba seguro pero era posible que se avecinara un movimiento sísmico. Aquella
hipótesis sí podía aclarar en parte la inquietud de las aves y perros. (Los animales, y también el
hombre, aunque en una proporción menor, tienen capacidad para inhalar los gases que
frecuentemente preceden al estallido de un terremoto. Al registrarse las primeras
perturbaciones en el interior de la Tierra, los gases son expulsados a través de, las estrechas
fisuras del suelo y los animales pueden inhalarlos. Estos segregan al instante en sus cerebros
un volumen de serotoninas muy superior al normal y las citadas hormonas disparan los
mecanismos de excitabilidad del individuo. En el caso de los perros, habían salido huyendo,
retirándose de las peligrosas áreas de edificios de Jerusalén.)
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