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Caballo de Troya J. J. Benítez tela viscosa. Por las heridas de los clavos -especialmente en la del pie derecho- seguía manando sangre, aunque la coloración era ya mucho más rosada. (La volemia en el instante del fallecimiento había rebasado la barrera del 50 por 100. Es decir, el Cristo había derramado más de la mitad de su volumen sanguíneo.) Justo en aquellos momentos se registró la relajación de sus esfínteres, que añadieron al ya tétrico aspecto de Jesús el fétido olor de unos excrementos casi líquidos y amarillentos que se deslizaron por las caras interiores de sus piernas. Dudé a la hora de utilizar el circuito «tele-termográfico». Sin embargo, a pesar de mi aturdimiento, cumplí lo establecido por el proyecto. De aquel último y rápido examen pudo deducirse, por ejemplo, que la acumulación de sangre en las extremidades inferiores -a pesar de la ruptura de una de las arterias del pie derecho- había sido considerable. A los pocos segundos de la muerte, la temperatura de dichas extremidades inferiores como consecuencia de la sobrecarga sanguínea era de un grado centígrado por encima de lo normal. Al chequear los tejidos superficiales se comprobó también que el agudo y decisivo proceso de tetanización había inutilizado las piernas y muslos del Nazareno a los 12 minutos de su elevación y enclavamiento en el árbol. Esto confirmaba mis impresiones sobre los titánicos esfuerzos que tuvo que desarrollar el rabí de Galilea cada vez que luchaba por una bocanada de aire. Al fallar los hipotéticos puntos de apoyo de los clavos de los pies, como dije, fue la musculatura superior (hombros, antebrazos y músculos intercostales) los que corrieron con el gasto energético. Pero estas fibras se verían bloqueadas también por la tetanización pocos minutos después: a los 18, los deltoides, vastos externos de los brazos y supinadores, palmares mayores, cubitales y ancóneos de los antebrazos. A los 20 minutos, aproximadamente, quedaron diezmados los grandes pectorales y la potente red muscular de la zona superior de la espalda: los trapecios. Esta casi «congelación» de la formidable musculatura del Galileo precipitó su muerte, bajo el signo principal y horrible de la asfixia. Entre la pléyade de déficits circulatorios, ventilatorios, renales y del sistema nervioso central que confluyeron y le empujaron hacia el fin, Caballo de Troya consideró siempre que la raíz y causa básica del óbito (si es que a esta muerte se le puede dar el calificativo de «natural>)) del Maestro fue la asfixia. Hacia las 14.55 horas, el cerebro de Jesús ingresó en el coma «Depasé», con las trágicas consecuencias que ello significa... Las áreas de las perforaciones de los carpos y pies arrojaron un color azul intenso, señal evidente del importante proceso inflamatorio que habían padecido y, consecuentemente, de una mayor temperatura. Para cuando situé el láser en el ojo de Jesús, la dilatación de la pupila ofreció únicamente una mancha oscura, signo claro de una pérdida de visión. La temperatura de las estrechas zonas periféricas de la córnea, sin embargo, aún conservaban calor y fue posible registrar unos breves «anillos» azules. El cristalino, en definitiva, aparecía opacificado, y el iris asimétrico. En realidad, poco más se podía hacer. El general Curtiss luchó para que los técnicos perfeccionasen el sistema de «resonancia magnética nuclear», que nos hubiera permitido rastrear los movimientos atómicos de algunas zonas claves del cerebro del Nazareno, pero los trabajos no llegaron a tiempo. Tristemente, aquel Hombre, a quien yo había empezado a admirar y querer, había muerto. A pesar de todo mi entrenamiento, al despojarme de las «crótalos», me dejé caer sobre la dura superficie del Gólgota. La melancolía fue germinando en lo más intrincado de mi alma y sentí cómo parte de mí mismo se iba con aquel ser. Una melancolía sin horizontes que, lo sé, no se desprenderá de mi angustiado corazón hasta que la muerte cierre definitivamente mi pobre existencia. Mientras, como aquel día junto a las cruces, 6