Caballo de Troya
J. J. Benítez
La cianosis dominaba ya todas las mucosas y partes «acras»: puntas de los dedos de las
manos y de los pies, lengua, labios e, incluso, algunas áreas de la piel.
De pronto, el ritmo galopante del corazón se encrespó aún más, pulsando a razón de 169
latidos por minuto. El Cristo, con los dedos agarrotados, había iniciado la que sería su última
elevación muscular. La muñeca izquierda giró por segunda vez pero, en esta oportunidad, el
golpe de sangre fue mucho más viscoso y amoratado. A pesar de ello, los regueros escaparon
por el antebrazo, goteando hasta la roca del Calvario cuando toparon con el codo. El cuello se
hinchó y los músculos intercostales experimentaron nuevos espasmos, mientras el rostro
ganaba altura, milímetro a milímetro. Con el ojo y la boca muy abiertos, el Maestro parecía
querer atrapar la vida, que ya se le iba...
La caja torácica, a punto de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con
una potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:
-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!
Al instante, su cuerpo se desplomó, haciendo crujir todas las articulaciones.
La voz de Eliseo me anunció las 14.55 horas...
Al escuchar la retumbante frase del reo, el oficial se precipitó hacia el pie de la stipe. Y antes
de que me olvide de ello, deseo precisar que, tal y como señala Juan en su Evangelio (único
testigo de entre los cuatro escritores sagrados), no hubo grito, en el sentido literal de la
palabra. Su voz se propagó estentórea, eso sí, y quizá por ello, con el paso de los años, las
mujeres y el propio centurión pudieron confundir esta postrera manifestación del Maestro con
un grito. Tal y como dice San Juan, Jesús no profirió semejante grito. Dicho esto, prosigamos.
Longino acercó de nuevo la tea al rostro del Nazareno. Tenía el ojo abierto y la pupila dilatada.
En la revisión de las filmaciones se pudo precisar cómo minutos antes de esta última pérdida de
conciencia, la córnea del ojo se había vuelto opaca. Fue una lástima ¡que el ojo derecho se
hallara cerrado. Muy probablemente, los analistas de Caballo de Troya habrían detectado el
llamado signo de Larcher1.
Externamente había cesado toda evidencia respiratoria. El Maestro, con la barbilla hundida
sobre el esternón, permanecía con la boca entreabierta.
Me apresuré a dirigir los ultrasonidos sobre la región cardíaca. Caballo de Troya estimó que,
a partir de las 14.54 horas -cuando el tableteo del corazón llevaba unos tres minutos,
aproximadamente, con una frecuencia vertiginosa (que alcanzó su pico máximo en las ya
mencionadas 169 pulsaciones-minuto)-, el pulso bajó en picado. El nódulo senoauricular (que
late normalmente a razón de 72 veces por minuto) se colocó muy por debajo de los 60
impulsos y, en cues