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Caballo de Troya J. J. Benítez A pesar de ello, el Nazareno, en un titánico esfuerzo, contrajo los músculos abdominales y, casi al unísono, la agotada musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar, buscando la energía necesaria para elevar la parte superior del cuerpo esos imprescindibles y kilométricos 26,5 centímetros. Pero las reservas del Cristo estaban casi agotadas y su voluntad no fue suficiente. En esos dramáticos momentos sucedió algo casi insignificante, poco menos que imperceptible para los que se hallaban al pie de la cruz, pero que para mi, como médico, me heló el corazón. Jesús arqueó el diafragma por segunda vez y tensó de nuevo los músculos elevadores y extensores, haciéndolos vibrar. Al mismo tiempo, su muñeca izquierda giró apenas un centímetro sobre el eje del antebrazo. Aquel movimiento del carpo sobre el clavo colaboró decisivamente en la elevación de los hombros. La cabeza del rabí se clavó en el patibulum y su barba apuntó hacia el cielo, mientras el violento dolor provocado por el mínimo giro de la muñeca izquierda hacía latir con precipitación las paredes de la vena yugular externa, marcando las fosas supraclaviculares y los músculos del cuello como jamás he visto en ser humano. Al instante, de la semicegada herida de la muñeca izquierda surgieron dos reguerillos de sangre, finísimos y divergentes, que corrieron hacia el codo. El Maestro -a qué precio- había logrado su propósito. Al elevarse, su boca se abrió al máximo y una bocanada de aire fresco penetró en sus pulmones, al tiempo que el hundimiento del vientre dejaba al descubierto la cresta ilíaca de la cadera derecha. El cuerpo del crucificado volvió a caer y Jesús, bajando el rostro, esbozó una sonrisa extraña. Aquel rictus me alarmó: no se trataba en realidad de una sonrisa, sino de otro síntoma de la tetanización que le acosaba y que en Medicina se conoce por «sonrisa sardónica»: labios apretados, con las comisuras hacia afuera y hacia abajo. María, al contemplar el desesperado esfuerzo de su hijo, bajó la cara y sus piernas flaquearon. Pero Juan y Judas la sostuvieron. Sus labios, apenas sombreados por la luz de la antorcha, empezaron a aletear y las profundas ojeras que corrían por encima de sus altos y afilados pómulos se confundieron con la oscura e insondable amargura de unos ojos que, a pesar de todo, conservaban una singular belleza. -¡Mujer...! La renqueante voz del Maestro hizo que María y todos los demás levantaran el rostro. Y el semblante de aquella hebrea se iluminó. -¡Mujer -repitió Jesús-, he aquí a tu hijo! Juan se secó las lágrimas con la palma de su mano derecha, mirando a su Maestro sin acertar a comprender. Después, desviando el rostro hacia el apóstol exclamó, casi sin fuerzas: -¡Hijo mío..., he aquí a tu madre! La menguada inhalación del crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y apurando sus últimas posibilidades, ordenó entre jadeos: -Deseo..., que abandonéis este... lugar. Su abdomen había vuelto a deformarse y su cabeza, al igual que los músculos de los brazos y hombros, se desplomaron. Los hombres hicieron intención de dar media vuelta y retirarse, pero María, siempre en silencio, avanzó un paso hacia el crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la rodilla derecha de Jesús. Después, ocultando su rostro entre las manos, abandonó el peñasco, prácticamente sostenida por Juan y su hijo. Creo que, tanto el centurión como yo quedamos impresionados por la entereza de aquella mujer. Una hebrea a la que tendría oportunidad de volver a ver y de cuya conversación obtendría una magnífica y sensacional información. La pequeña, cas