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Caballo de Troya J. J. Benítez en contemplar a su Maestro. Sus ojos se hallaban hundidos y el rostro, marcado por las largas horas de insomnio y sufrimiento. Parecía un viejo... Con voz temblorosa se dirigió a Longino, suplicándole que, aunque sólo fuera un instante, permitiera a la madre de Jesús de Nazaret aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo primogénito. Juan acompañó su petición dirigiendo su brazo derecho hacia el reducido número de mujeres que esperaba a escasa distancia de los saduceos. A pesar de cuanto llevaba vivido y sufrido en aquella misión, al oír al Zebedeo mis rodillas temblaron. ¡María estaba allí! Longino no tuvo valor para negarse. Y autorizó al discípulo a que acompañara a la madre del Maestro hasta lo alto del patíbulo, con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de que la permanencia al pie de la cruz fuera lo más breve posible. Juan agradeció el humanitario gesto del centurión y se apresuró a volver junto al grupo. Intercambió unas palabras con las mujeres y, seguidamente, una de las hebreas comenzó a subir por entre las rocas, asistida por Juan y el otro hombre. Conforme se aproximaban, mi pulso se aceleró. A los pocos segundos tuve ante mi a la madre terrenal de aquel gigante... Los legionarios, algo más tranquilos, habían descendido por el segundo peñasco, entregándose a la búsqueda de leña seca con la que poder encender una fogata. Ellos, lógicamente, no podían prever la duración de la oscuridad y Arsenius, prudentemente, ordenó a los infantes que se hicieran con una buena provisión de combustible. Faltaban cuatro horas para el ocaso y la custodia de los condenados podía ser larga. En el instante en que María llegaba al pie de la cruz central, dos de los soldados depositaron sobre la roca sendos haces de ramas de la llamada retama «de escobas», muy ligera y de excelente calidad para sus propósitos. Apoyándose en los antebrazos de Juan y del segundo hombre (que resultó llamarse Jude o Judas y que, según pude averiguar al día siguiente, era hermano carnal de Jesús), aquella hebrea de rostro extremadamente pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba clavado su hijo. No era muy alta. Su cabeza, levantada hacia el Maestro,