Caballo de Troya
J. J. Benítez
Durante aquellos breves momentos de distensión pregunté al oficial por qué los legionarios
habían apilado sendos montones de ramas en la base de cada una de las cruces. Longino,
invitándome a degustar aquel vino fermentado, me explicó que consistía en una simple medida
de gracia. En caso necesario, si así se ordenaba o si la agonía de los reos se prolongaba en
demasía, deberían prender fuego a la leña. El humo remataba a los crucificados, asfixiándoles
en cuestión de minutos.
Algunos de los infantes, tratando de apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba,
empezaron a gastar bromas a cuenta de los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el resto,
se volvió hacia Jesús, brindando con su jarra de latón:
-¡Salud y suerte al rey de los judíos!
La ocurrencia contagió al resto, que también levantó su «posca» hacia la cruz del Galileo.
Jesús, interrumpiendo su jadeante respiración, exclamó:
-¡Tengo sed!
El optio consultó al centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo el tapón que
cerraba la cántara con el agua avinagrada. Arsenius tomó el cierre y después de clavarlo en la
punta de una de las azagayas de la escolta llegó al pie del madero, levantando la lanza de
forma que el tapón, previamente empapado en la «posca», tocara los polvorientos labios del
Maestro. Naturalmente, no desperdicié aquella ocasión. Jesús abrió la boca, mordiendo
ansiosamente el corcho. El líquido limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido hirió
nuevamente la carne del Nazareno, que retiró en seguida la cabeza. Arsenius bajó el pilum y, al
observar que el prisionero no hacía intención de repetir el humedecimiento de su boca, se
retiró.
Los labios del rabí acusaban con sus temblores un incremento de la crisis febril. Tomé
entonces una antorcha y, al aproximaría al rostro de Jesús, descubrí cómo la tetanización había
empezado a reducir el brillo del esmalte dentario, aumentando en cambio la opacificación del
cristalino. Su ojo izquierdo seguía cerrado por los hematomas. (La insuficiencia paratiroidea,
provocada por la tetanización, debía ser ya alarmante, con un acusado descenso de la
concentración de calcio en sangre.)
No había tiempo que perder. Me alejé unos pasos, hasta llegar al filo sur del promontorio y,
de espaldas a los legionarios, ajusté las «crótalos » a mis ojos. Segundos antes, cuando extraía
las lentes de contacto de la bolsa de hule, vi cómo Juan y su compañero regresaban de la
ciudad, uniéndose a las mujeres.
Advertí a Eliseo del inminente chequeo, anunciándole que, si no me equivocaba, Jesús de
Nazaret estaba entrando en pleno proceso pre-agónico y que, a fin de sincronizar la exploración
médica con el tiempo real, ajustara los cronómetros del módulo con la activación del circuito
ultrasónico, recordándome la hora cada cinco minutos.
Retrocedí de nuevo, plantándome a tres metros de la cruz central y activé las ondas
ultrasónicas.
Eran las 14.30 horas...
Mi primera preocupación fue averiguar la pérdida general de sangre. Las constantes
hemorragias -en especial después del enclavamiento- me hacían sospechar un grave descenso
de la volemia. Las ondas de 3,5 MHZ buscaron las principales arterias y el «efecto Doppler» en
las cavas y aorta confirmaron mis temores: en aquellos momentos, el volumen total de sangre
fue estimado en un 47 por 100. Jesús, por tanto, a las 14.30 horas había experimentado una
pérdida de 2,82 litros. (Estos datos, y otros más complejos que he preferido ahorrar en mi
diario, fueron obtenidos, como ya apunté en su momento, después de la culminación de aquella
primera parte del «gran viaje».)
El Nazareno, por tanto, había perdido casi la mitad de su volemia. Si seguía desangrándose y
sin posibilidad de reponer, al menos, parte del plasma perdido -hecho éste francamente difícil-,
la anemia galopante terminaría por provocar un desfallecimiento del que no podría recuperarse.
En aquellos momentos, suponiendo que esto hubiera sido posible, el cuerpo del Maestro debería
haber sido colocado en posición horizontal.
-14.35 horas...
El inmediato «rastreo» del bazo sólo vino a ratificar el prácticamente mermado circuito
generador de glóbulos rojos o eritrocitos. Al descender éstos a la alarmante cifra de 2 700 000
por milímetro cúbico de sangre, el bazo había ido liberando sus reservas, pero pronto quedó
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