Caballo de Troya
J. J. Benítez
hipotética explicación era ridícula: Longino, los legionarios y yo podíamos sufrir algún tipo de
trastorno pero, ¿y el radar?
Aquella «cosa », según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de
Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos. A juzgar por la altura a la que
se encontraba y por su tamaño aparente -superior al de diez lunas- sus dimensiones eran
enormes.
Mientras observaba boquiabierto aquel fenómeno pasaron por mi mente un sinfín de posibles
explicaciones, que, por supuesto, no terminaron de satisfacerme. Era el segundo objeto volante
que veía en las últimas 14 horas. ¿Cómo podía ser? ¿Qué significaba aquello? Y, sobre todo,
¿quién o quiénes lo tripulaban?
Pero mis elucubraciones se vieron definitivamente pulverizadas cuando mi hermano, después
de verificar hasta tres veces el diámetro de aquel artefacto, me anunció sus dimensiones: ¡1
757,9 096 metros! ¡Casi un kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente
superior a la de toda la ciudad santa...
La presencia de aquel monstruoso disco, totalmente silencioso y flotando en el cielo como
una frágil pluma, hizo pasar a la escolta y a los hebreos de la estupefacción al miedo. En un
movimiento reflejo, el centurión y algunos de sus hombres desenfundaron sus espadas,
replegándose hacia la base de las cruces. Pero ninguno acertó a expresarse. Un pánico
irracional se había enroscado en sus corazones y lo mismo ocurría entre el medio centenar de
curiosos que permanecía junto al Gólgota. Las miradas de todos estaban fijas en aquella «luna»
misteriosa.
A las 14 horas y 8 minutos, según los cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se
dirigió hacia el sol. Al alcanzar el nivel 180 (18000 pies) volvió a hacer estacionario.
Un alarido colectivo se escapó de las gargantas de los judíos cuando vieron cómo aquel
artefacto empezaba a interponerse entre el disco solar y la Tierra. Y lo hizo de Este a Oeste
(siempre considerada la observación desde el Calvario y sus inmediaciones).
En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el
ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado
radio en el que, naturalmente, me encontraba.
Esta interposición con el sol, milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes
gobernaban aquel inmenso aparato, se produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al
recordarlo, tengo la sensación de que los responsables de dicha operación quisieron que el
«eclipse» pudiera ser observado paso a paso.
En menos de 120 segundos, el astro rey desapareció y, con él, la claridad. Mejor dicho, un
ochenta por ciento de la fuente luminosa. Obviamente, aunque la gran masa metálica confirmada por el radar- proyectó al instante un gigantesco cono de sombra sobre la ciudad
santa y sus alrededores, las radiaciones solares siguieron presentes, formando una «corona» o
«aura» luminosa que abarcaba toda la curvatura del enigmático objeto. Las «tinieblas», en
electo, se hicieron sobre Jerusalén, aunque no con el carácter absoluto de una noche cerrada,
por ejemplo. La claridad existente alrededor del disco era suficiente como para que pudiéramos
distinguir el entorno con un índice de luminosidad muy similar al que suele seguir a una puesta
de sol. Y así se mantuvo hasta que llegó el momento fatídico...
(No creo necesario extenderme en profundidad sobre esa ilógica explicación científica, que
trata de resolver este fenómeno de las «tinieblas» con ayuda de un eclipse total de sol. Basta
recordar que en aquellas fechas se registraba precisamente el plenilunio y, en consecuencia, tal
eclipse de sol era imposible. La luna, a las 14 horas del 7 de abril del año 30 se hallaba aún
oculta por debajo del horizonte oriental. Los astrónomos saben, además, que un eclipse de esta
naturaleza siempre se inicia por la cara Oeste del disco solar. Aquí, en cambio, ocurrió al revés.
El oscurecimiento del sol se inició por el Este.)
Eliseo, una vez consumado el ocultamiento solar, verificó los parámetros de a bordo,
confirmando que aquella especie de «superfortaleza» volante había quedado «anclada» a 18
000 pies de altura, manteniendo una velocidad de desplazamiento de 1 431,055 km/ hora. En
los 45 minutos que duró el fenómeno de las «tinieblas», aquel objeto cubrió un total de 1
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