Caballo de Troya
J. J. Benítez
los cincuenta escasos judíos que habían preferido aguantar el azote del viento al pie del
Gólgota.
En cuanto a los crucificados, al verlos mudos y con las cabezas inmóviles sobre el pecho, lo
primero que pensé es que habían perecido por asfixia. Longino debió imaginar lo mismo porque
se precipitó hacia las cruces, palmoteando sobre sus ropas y sacudiéndose la tierra acumulada.
Sin embargo, al situarnos bajo los condenados, comprobamos -yo, al menos, con aliviocómo seguían vivos. Las costillas flotantes de Jesús registraban esporádicas oscilaciones, señal
de una débil ventilación pulmonar. Las heridas y regueros de sangre se hallaban acribillados por
infinidad de partículas de tierra y arena, llegando a taponar las profundas brechas de los
costados y el desgarro de la rótula. Los cabellos de su cabeza, axilas y pubis, así como el del
pecho, eran irreconocibles. Se habían convertido en masas encanecidas. Su cabellera, sobre
todo, encharcada por las hemorragias, era ahora, con el polvo, un viscoso y ceniciento colgajo.
Quedé aturdido al ver su barba y bigote cargados de polvo y sus labios, con una costra terrosa
que desdibujaba las mucosas e, incluso, las profundas fisuras.
Las heridas de los clavos, tanto en el Maestro como en los «zelotas», habían sido poco
menos que taponadas por el «haboob». Aquel viento infernal, que acababa de atentar contra el
hilo de vida que aún flotaba en lo alto de aquellos árboles, había logrado lo que parecía un
milagro: detener la pérdida de sangre del Nazareno (aunque, sinceramente, a aquellas alturas
de la crucifixión ya no sé qué hubiera sido mejor). De todas formas, el destino es muy
extraño...
Los guerrilleros y Jesús de Nazaret se hallaban sin conocimiento. En el fondo era lo mejor
que les podía haber ocurrido.
Y sucedió. A las 14.05 horas, mi compañero en el módulo -con una excitación similar a la
que había experimentado durante mi permanencia en la finca de Getsemaní- abrió súbitamente
la conexión, anunciándome algo que hizo tambalear mis esquemas mentales.
¡Ahí está otra vez...! ¡Jasón, lo tengo en pantalla...! El radar registra un eco... ¿Dirección...?,
afirmativo: procede del Este. ¡Esto es de locos!
Me volví hacia el lugar, pero, una vez más, no observé nada anormal. Era lógico. Aunque la
«ola» de polvo se había extinguido, aquel objeto se hallaba aún, según el «Gun Dish» de a
bordo, a 135 millas del «punto de contacto» donde reposaba la «cuna».
No viene muy fuerte -prosiguió Eliseo, que debía tener la nariz pegada a la pantalla del
radar-. Calculo que a unos 400 nudos... oh...!
La voz de mi hermano se cortó. Rodeado como estaba por los 12 legionarios y los dos jefes
no pude pulsar mi conexión y dirigirme a él. ¿Qué demonios pasaba en el módulo?
-… ¡Jasón, nunca nos creerán...! El eco acaba de hacer una ruptura de casi 90 grados... Lo
tengo en rumbo 190... Si sigue así pasará casi sobre tu vertical... Pero, ¿cómo ha podido...?,
¿qué clase de «cosa» puede hacer un giro así...? Jasón, entiendo que no puedes hablarme.
Seguiré informando... ¡Reduce, afirmativo, reduce su velocidad! ¡Y también el nivel...! A ver...,
en electo... ¡Roger!, pasa de 400 nudos a 275... ¿Nivel...? 300 y sigue bajando... Te doy
«pegeons»1 al módulo: 90 millas y mantenido en 190... ¡Un instante...! ¡Acelera...! Afirmativo,
está acelerando: ¡400..., 700..., 900 nudos...! ¡No es posible...! Se ha estabilizado en nivel 120
(cuatro mil metros)... Lo tendrás a la vista en seguida si mantiene esa velocidad... Entiendo
que a las «dos» de tu posición...
Efectivamente, a los cinco minutos y seis segundos, la voz de Eliseo irrumpió de nuevo en mi
cabeza. Pero, esta vez silo tenía a la vista: al principio como un punto brillante. Después,
conforme fue aproximándose, perdió luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna
llena», de un color mate.
Los soldados no tardaron mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan
perplejo como yo.
-… ¡Jasón...! ¿lo tienes? Yo lo veo casi a mis «12» y alto... Sigue a 12000 pies. ¡Se
detiene...! ¡Afirmativo!, ¡ha hecho estacionario...!
Las últimas palabras desde el módulo, cargadas de emoción, terminaron por contagiarme.
Me restregué los ojos, pensando en una posible alucinación... Pero pronto caí en la cuenta que
aquella
1
«Pege