Caballo de Troya
J. J. Benítez
No fue necesario que el centurión diera demasiadas indicaciones. Cada hombre sabía cómo
debía comportarse ante aquella contingencia. Al comprobar la masiva retirada de los judíos,
Longino permitió a los centinelas que se agrupasen en el extremo sureste de la cima del
Gólgota, de cara a la tormenta. Juntaron los cuatro escudos, formando un parapeto, y clavaron
sus rodillas en la roca, sujetando esta improvisada defensa mediante las abrazaderas interiores
de cada escudo. El resto de la patrulla levantó la hilera de escudos que había sido dispuesta
sobre la superficie del patíbulo, formando un segundo «muro» defensivo. Y la totalidad del
pelotón -incluidos el oficial y Arsemus- se agazaparon dando la cara al cada vez más próximo
temporal.
Longino, al verme en pie e indeciso, me hizo una señal con la mano para que buscara refugio
junto a la piña que formaban sus hombres. Así lo hice sin pérdida de tiempo. Pero, en lugar de
acurrucarme como los legionarios, en dirección al «sirocco», me senté de espaldas a la patrulla,
sin perder de vista a los crucificados.
El viento, de pronto, se volvió más cálido y silbante. El primer torbellino del «haboob» se
precipitó sobre Jerusalén, y sobre el peñasco donde nos encontrábamos, con una estimable
violencia. En cuestión de segundos, una masa deshilachada y blanquecina, formada por
toneladas de arena y polvo en suspensión, arrasó el lugar, repiqueteando en su choque contra
las partes convexas de los escudos.
A pesar del manto que cubría mi cabeza, una minada de granos de una arena fina empezó a
acosarme, penetrando por todos los huecos de mis vestiduras e hiriendo la piel -especialmente
las piernas- como alfileres. El bramido de aquel tornado fue incrementándose con su velocidad.
Al poco, tanto los soldados como yo, nos vimos obligados casi con desesperación a cerrar los
ojos y proteger la boca, oídos y fosas nasales de aquella angustiosa polvareda.
Conforme el «siroco» fue arreciando, los gritos de los «zelotas» -encarados al viento y casi
desnudos- se hicieron más y más estentóreos. Las rachas habían empezado a ensañarse con
sus cuerpos indefensos, asaeteándoles con millones de partículas de tierra, añadiendo así un
nuevo e insoportable suplicio. Levanté la cabeza como pude y, entre las columnas de polvo,
más que ver, escuché a uno de los guerrilleros, pidiendo entre aullidos que le rematasen. En
cuanto a Jesús, casi no pude distinguir su figura, pero imaginé el sofocante tormento que
estaba soportando.
Dudo mucho que nadie en el Gólgota ni en sus alrededores, ni tampoco en la ciudad, pudiera
levantar la vista durante aquella pesadilla. Los sucesivos frentes del «haboob», cuyo «techo»
resultaba poco menos que imposible de fijar en semejantes condiciones, se elevaban -eso sí- a
una altitud suficiente como para difuminar el disco solar, al menos para cualquier observador
que se encontrase inmerso en el tornado. Sin embargo, yo no aprecié una oscuridad o
debilitamiento de la luz diurna suficiente como para clasificarlo de « tinieblas». Hubo,
naturalmente, un descenso de la visibilidad, como consecuencia del arrastre de arena y polvo,
pero no esa cerrada negrura que parece desprenderse de los textos evangélicos. Cualquiera
que haya vivido una de estas experiencias sabe que, por muy espeso que sea el fenómeno
meteorológico en cuestión, difícilmente desemboca en tiniebl