Caballo de Troya
J. J. Benítez
Por mi parte, en vista de la acelerada degradación del organismo del gigante, me dispuse a
acoplar sobre mis ojos las «crótalos» e iniciar una de las más delicadas y vitales operaciones de
seguimiento médico de aquella misión.
Pero dos hechos -uno de ellos absolutamente imprevisto y desconcertante- retrasarían esta
nueva exploración del cuerpo del Galileo...
Hacia las 13.40 horas, la voz de Eliseo se escuchó "5 x 5" en mi oído. Con una cierta
excitación me adelantó algo que, tanto los hebreos como el pelotón de vigilancia en el Gólgota
y yo mismo, teníamos a la vista y que no tardaría en convertir la ciudad santa y aquel paraje en
un infierno. El primer frente del «haboob» acababa de caer como una negra y tenebrosa niebla
sobre la falda oriental del monte Olivete. La «cuna», como medida precautoria, había activado
su «cinturón» de defensa. Las rachas de viento, a su paso sobre el módulo, alcanzaban los 35
nudos.
El gentío, al distinguir los sucios lóbulos de la tempestad, avanzando por el Este como una
«ola» y gigantesca, empezó a movilizarse, huyendo precipitadamente hacia la muralla. Muchos
de ellos se perdieron por la puerta de Efraím y otros, buenos conocedores de esta especie de
«siroco», buscaron refugio al pie del alto muro que cercaba Jerusalén por aquel punto. El sol
seguía brillando en lo alto, en mitad de un cielo azul y transparente. Creo que esta matización
resulta sumamente interesante: en contra de lo que dicen los evangelistas, aquella
muchedumbre no se retiró de las proximidades del Calvario como consecuencia de las
«tinieblas» a las que aluden los escritores sagrados. Éstas, sencillamente, aún no se habían
producido. Y hay más: en aquellos momentos tampoco detecté miedo. El fenómeno -no me
cansaré de insistir en ello- era molesto, incluso peligroso, pero frecuente en aquellas latitudes.
Los judíos, por tanto, estaban acostumbrados a tales tormentas de polvo y arena. En principio
no era lógico que cundiera el pánico. Sin embargo, ese terror que citan Mateo, Marcos y Lucas
se produjo. Pero, tal y como pasaré a narrar seguidamente, el origen de dicho miedo no estuvo,
repito, en el «siroco»...
A los pocos minutos, de aquellos cientos de personas que contemplaban a los crucificados
sólo quedó un mínimo contingente de sacerdotes y curiosos. Quizá medio centenar. La mayoría,
como si se tratase de una medida habitual de protección, empezó a sentarse sobre el terreno,
cubriendo sus cabezas con los pesados y multicolores mantos. Aquel pequeño grupo, en
definitiva, era una p