Caballo de Troya
J. J. Benítez
Pero el Maestro no respondió. Silo hizo en cambio el otro guerrillero. Apoyado como estaba
con la punta de su pie izquierdo sobre la mitad del sedile, su mecánica respiratoria no resultaba
tan fatigosa como la de sus compañeros de cruz. Y con voz balbuceante le reprochó a su
amigo:
-¿No temes tú mismo a Dios?... ¿No ves que nuestros sufrimientos... son por nuestros
actos?...
Dismas hizo una pausa, luchando por una nueva inhalación y, al fin, continuó:
¡Pero... este hombre sufre injustamente!... ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de
nuestros pecados... y la salvación... de nuestras... almas?
Los músculos de sus brazos se relajaron y el vientre volvió a inflarse como un globo.
Jesús de Nazaret, que había escuchado las palabras de ambos «zelotas», abrió los labios
unos milímetros, con evidente deseo de responder. Pero su cuerpo, despegado de la stipe y
muy caído sobre las extremidades inferiores, no le obedeció. Sin embargo, el gigante no se
rindió. Aceleró el número de inspiraciones bucales -llegué a sumar 40 por minuto, cuando el
ritmo normal e inconsciente de respiraciones de un ser humano es de 16- e intentó contraer los
potentes músculos de los muslos, en su afán de elevarse unos centímetros y hacer entrar aire
en los pulmones. Sin embargo, aquellos cinco o diez primeros minutos en la cruz habían ido
quemando el escaso potencial de todos 105 paquetes musculares de muslos y piernas utilizados por el Señor en el imprescindible apoyo sobre los clavos de los pies para tomar
oxígeno- y los bíceps, sartorios, rectos anteriores, vastos y gemelos se negaron a funcionar. La
rigidez de todas estas fibras musculares me llevó al convencimiento de que la temida
tetanización se había iniciado antes de lo previsto. (Este dolorosísimo cuadro -la tetanizaciónse registra 6